Me quiero casar contigo
Cuando te lo propuse, tu rostro adquirió una sorpresa que no acabaste de disimular. En ese momento, no supe si se debió a que mi propuesta te fue demasiado pronta, atrevida o si, por el contrario, a que tú deseabas que algún buen día me anime a preguntártelo.
—¿Te gustaría casarte conmigo? No ahorita, claro. Hablo de que pasen varios años, nosotros sigamos como enamorados, después novios, tú termines tu carrera, yo la mía o las mías, tengamos un trabajo o trabajos estables y nos sintamos muy seguros de que queremos compartir nuestras existencias —luego hice una pausa para repreguntar—: ¿Te gustaría o es que tienes otros planes?
Recuerdo bien que sonreíste y me dijiste sin rodeos:
—Claro que me gustaría. Y mucho.
Mi corazón empezó a latir con violencia. Tuve ganas de besarte, pero me contuve para continuar. Sin embargo, antes de hacerlo, hice un recuento aceleradísimo de los hechos que habían traído a colación aquel tema del <<matrisuicidio>>, perdón, matrimonio.
Rememoré lo que me contaste: que tus papás, cuando aún no se casaban, andaban por el parque en el cual nosotros nos encontrábamos. Entonces, yo asocié la información a mi antojo y te dije: tu papi y tu mami, paseaban por este parque y se casaron; ojalá suceda lo mismo con lo nuestro.
Solo te vi unos ojos vidriosos. Tu cabello permanecía inmóvil, como esperando, también, que la proposición surgiera de mis labios.
—¿En serio? —interrogué, emocionadísimo. Más que tú, creo.
—Me encantaría casarme contigo. Yo te amo. Si no te digo muchas cosas, es porque me es difícil demostrar todo lo que siento. Pero no pienses que no te amo, ah. Eres muy importante para mí —diste un respiro—. Y no sabes cuánto me has hecho cambiar. ¿Tú piensas que antes yo andaba con besitos y abrazos con otro chico? Nunca nada. Tú eres el primero…y el único, espero.
Una pequeña rabia y un gran orgullo se entremezclaron en mí por un instante. Rabia, porque inmiscuiste al buen momento al chico o a los chicos que me habían precedido; orgullo, porque yo era el primer chico por el que sentías algo muy fuerte y porque había producido en ti cambios insospechados, cambios que narrabas con emoción y un mínimo de pudor.
Era cierto. Habías cambiado. Y mucho.
—Sé lo que has cambiado. Lo viví en carne propia cuando empezamos. Con lo justo me decías <<chau>>. Ahora entiendo bien por qué: tu mamá.
—Sí. Imagínate si me veía. Nos mataba sin importarle que yo fuera su hija. Y eso hasta ahora.
—Claro. Ahora tenemos que seguir escondiéndonos de tu mamá, tu papá y hasta de tu hermano. También de la gente. Pero solo de algunos. Ojalá todo marche bien para un buen día formalizar lo nuestro y, cogidos de la mano, decir: <<somos novios, nos amamos>>, como dice una parte de una canción que escuchaba mi viejo.
—Sí.
Intenté volver al tema en esencia. Por suerte, lo logré.
—Me parece bestial que te quieras casar conmigo. Me imagino a mí escribiendo con gran esmero novelas, cuentos, ensayos, relatos, publicando todo, siendo reconocido por mi trabajo. Claro, también siendo criticado. Por supuesto que escucharé a mis críticos. Nadie está libre de eso. Hasta los mejores escritores del mundo. Siempre tendrás detractores. Aunque la mayoría sólo sean unos frustrados. Con la ayuda de Dios, sé que lo lograré. Creo que algo de talento tengo. Nada más hay que ponerle dedicación, ser disciplinados y poseer una mente abierta para cualquier tema.
Me callé. Me sentí, en ese momento, como un hablantín o un charlatán de mercado. Por consiguiente, una persona vulgar.
—Claro. A mí me gusta que hables así, con convicción, que sueñes con ser alguien en la vida. Alguien muy importante. Un Mario Vargas Llosa, por ejemplo.
—Es mi modelo a seguir. Nacional e internacionalmente. Lo he admirado desde siempre. Desde el colegio, cuando apenas leí unas páginas de su primera novela. Luego, en la universidad, cuando volví a tener un reencuentro con él como lector, me parecía extraordinaria la manera como desplegaba su talento. Es muy difícil alcanzar un nivel como el suyo. Es la práctica, las ocho horas diarias que utiliza para escribir. Yo, a lo mucho y siendo sincero, he durado tres horas narrando, describiendo, contando una historia. Pero, ocho horas, a él sí hay que decirle <<maestro>>. La pregunta es: ¿algún día podré?
Otra vez me sentí un fanfarrón de esquina. Tú notaste un ápice de mi incomodidad.
—Creo que hablo mucho, ¿no? —dije.
—No. Sigue. Me gusta escucharte.
—Es que…
—Es que qué.
—No sé. Siento que hablo mucho. Es que, no entiendo, pero me gusta demasiado hablar de literatura. Si te aburro, dímelo, en serio.
—Ya te dije: tú no me aburres. Quiero seguir escuchándote.
—Ya.
Tomé aire para proseguir. Te miré con atención: estabas lindísima, como siempre. Tu ropa —un polo celeste escotado apenas y un short jean— producía un efecto raro: que tu piel sobresaliera por esas prendas. No sé cómo, pero te lo confesaré aunque mi pudor me impida hacerlo a plenitud: te percibía desnuda. Pero no era nada impuro. Muy por el contario. Era una desnudez del alma, una declaración sin vergüenza de lo que estabas sintiendo hacia mí, una manifestación precisa y, por tanto, pura de tus más recónditas sensaciones.
No estaba equivocado. Quería compartir mis logros y mis fracasos contigo todos mis años restantes. Y desde luego, tú ibas a estar allí, para felicitarme o alentarme.
—Bueno —seguí con mi exposición improvisada de la influencia que había tenido la literatura en mis últimos años—, te sigo contando. En resumen, deseo pasarme la vida escribiendo y trabajando para medios de comunicación. Ya sea para una radio, para un periódico o para la televisión misma.
—¿Cómo quién quieres ser? —me interrumpiste; amé esa interferencia porque dijiste algo que fue como música para mis oídos—: Algo así como Bayly. Pero bien hombrecito, ah.
Me eché a reír. Era cierto. Tenía como fin llegar a ser un presentador de televisión como Jaime Bayly. La diferencia era que no tenía pretensiones de armar escándalos por besar a hombres, aunque sí hacerlo por escribir una novela que narre y describa, supuestamente, sucesos y personajes construidos por mí, pero que, a todas luces, demuestren lo contrario. La vida secreta y, por ende, oscura de algún personaje conocido o de algún amigo o enemigo de antaño.
—Por supuesto. No quiero que se me voltee el pastel. Para eso vas a estar tú, ¿no? Para demostrarme siempre que sigo siendo un hombre. En todos los sentidos. No voy solamente a lo sexual. Hablo también del trato que te doy, de cuán romántico pueda ser, de cuán valiente pueda ser para confesarte algo y no callármelo, como un cobarde o un maricón. Todo eso. No sé si me dejo entender.
—Sí. A la perfección.
—Ah, ya.
Para cerrar el tema —sabía de por sí que no iba a quedar zanjado porque quería seguir con lo de mis sueños a futuro y todo lo demás—, te pregunté cuántos hijos deseabas tener. O que te haga.
—Dos, a mucho. Luego me ligo las trompas.
Exploté en carcajadas.
—Está bien. Sólo dos. Quiera Dios que sea una parejita. Y que se lleven bien, como buenos hermanos.
—Ajá.
—Me parece genial que pienses así. Primero, porque demuestras madurez. Segundo, porque ya no te hará falta ir a un programa de planificación familiar.
—Aunque es verdad lo que dices, no lo hago sólo por eso. También porque una mujer no es una máquina de hacer hijos. Y eso, a veces, parece que los hombres no lo tienen claro.
—Yo sí —te dije.
—Claro. Pero los demás qué. Bien gracias.
Me fascinaba que me excluyeras del común de hombres, que me adoptaras como un chico distinto. Eso me hacía sentir tu único favorito, alguien irremplazable para ti. En cierto modo, soy distinto. Soy huraño, casi inexpresivo. Casi no me junto con nadie. No me gusta saludar a nadie. Tengo temor de estar entre el tumulto. Tengo agorafobia. Así se dice, ¿no? Articulo palabra porque algún resto de social tengo. Sólo deseo que los demás me escuchen en grupo, atónitos, admirados, me encanta liderar, que todos hablen, escucharlos, aprender de ellos. Nunca excluirlos. Aunque suene parcial o totalmente enmarañado o paradójico, así es. Pero claro, tú, Silvana, la chica de mi vida, la inspiración de mis buenas acciones, la que le brinda tonos multicolor a mis mañanas, a mis tardes y a mis noches, eso no te lo crees. Cómo no te vas a juntar con casi nadie, me dices siempre. Y si una chica te empezaba a gustar, ¿acaso no le decías ni hola? Ahora, mientras escribo y siento que el momento es idóneo, te respondo: POR MÁS QUE ME GUSTE ALGUIEN, NUNCA LE HE DICHO MUCHO. SIEMPRE EL SEXO OPUESTO HA SIDO LA DE LA INICIATIVA. NO YO. ¿POR QUÉ CREES, ENTONCES, QUE, A VECES, ESCRIBO SOBRE AMORES PERDIDOS AUNQUE NO LO SEAN PORQUE NUNCA LOS TUVE? ¿Te quedó claro? ¿O hay algo que no encaja?
—Ah, claro. Eso sí.
—Oye —te alarmaste—, ya se nos hizo tarde.
—Verdad, ¿no?
Eran más de las ocho de la noche. Habíamos salido tres horas antes. Estuvimos menos de una hora en una cabina de internet. Yo ayudándote a averiguar un tema que te habían pedido que investigues; y tú, mirándome de lo más contenta y promoviendo un semblante inalterable y habitual y despojador de tensiones. Cuando terminamos, salimos y dimos a parar, mejor dicho, fuimos a reposar a una banca de cemento erigida justo en medio de un lado del parque en forma cuadrada. En pocas palabras, nos la pasamos vagando casi todo el tiempo. Esas podían haber sido las palabras que hubiera pronunciado tu mamá. O la mía, de repente. Aunque no estuvimos vagando. Habíamos hablado de algo que antes me parecía insustancial. Pero que, ahora, sólo contigo, había adquirido relevancia. Antes de conocerte, déjame decirte, había metamorfoseado en un fiel creyente de que el casarse pertenecía a los que se querían pasar la vida siendo cojudos, cursis, maricas irreprimibles en unos años. En cambio, desde que empecé a amarte, me he convencido de algo: de que me casaré y tendré la prestancia para todo. Seré medianamente —la gente que me conozca y la que no, dirá que lo soy a plenitud— un <<saco largo>>. No me importa lo que comenten, yo sólo seré guiado por el deber de ser un buen esposo, buen padre, buen hijo, un poco encima de ser un escritor valorado, un periodista modelo, un político incorruptible, cuyo único norte será la mantención de la probidad.
—Sí. Voy a llamar a mi mamá. Le voy a decir que estoy en camino.
—Ya.
Cogiste el celular. Marcaste el número. Frunciste los labios, amagaste un besito volado y, último acto, me diste tu mejor regalo: una sonrisita pícara. Mientras hablabas, te aluciné como una secretaria que pacta citas, ceremonias, eventos, felicitaciones que le concierne comunicarle a su jefe.
—Ya, mami. No te preocupes. En unos minutos llego.
—¿Y?
—Menos mal que no está molesta.
—Sí, por suerte.
—Silvana.
—Dime.
—Te amo.
—Yo también.
—¿En serio te casarías conmigo?
—En serio, pues.
—Te amo mucho.
—Yo más. Ahora sí, a caminar, niño. ¿Me acompañas hasta mi casa?
—Claro. Ni modo que te deje sola.
—Tú eres capaz.
Sonreí.
—Qué mal concepto tienes de mí.
—¿Ya no recuerdas el primer mes?
—Ah, verdad. ¿Ya vas a comenzar?
—No es eso. Sino que…
—Shttt…
Te di un beso largo. Rozábamos nuestros labios de un modo desesperado. A lo mejor, besarnos antes hubiera significado ponerle una menor pasión y necesidad al ósculo.
Iniciamos la caminata. Andábamos casi juntos, pero sin abrazarnos ni cogernos de la mano. Había muchas personas que yo conocía. Todas nos miraban. Algunas me saludaban, otras pasaban de largo, pero advirtiéndote. Envidiosos y envidiosas: estoy con la chica que amo, mi futura esposa, la madre de mis dos hijos, la mujer, acaso la única, que tiene, desde ya, la disposición un tanto arriesgada de casarse conmigo.
Al llegar a tu casa, sólo te besé la mejilla antes de irme. Me sentía vigilado. Te lo dije a manera de musito.
—No te preocupes. Yo entiendo.
Cuando me marché, pensaba: la chica que, cuando cursaba quinto de secundaria, conocí juguetona, traviesa, jovial, ahora es mi enamorada y desea casarse con este desparpajo que lleva por nombre Edwin. Qué grandes giros da la vida. Por ese tiempo, moría por otra chica. Ahora, a ella, no la recuerdo. A Silvana sí. Todos los días. Ya tenemos poco más de cinco meses de enamorados y hemos pasado por varias dificultades. Su mamá, más que todo. A pesar de eso, nuestro amor ha surgido cada vez como un ave fénix. Eso siempre quise, en mi inconsciente. Alguien que esté decidida a enfrentar a quien sea con tal de seguir con lo nuestro. Siempre busqué una chica arrojada, temeraria, irruptora de las leyes convencionales. Aunque no tanto, claro. Bien. He sido, no sé cómo llamarlo, bendecido de alguna forma con alguien como ella. Llegó como un ángel, protectora y servicial, para salvarme de ese abismo insondable que fue mi vida durante casi dos años en que no tuve perro que me ladre. Tiempo en el que estuve solo, con todas sus letras. Tiempo, también, en el que me aventuré por lugares prohibidos, lugares en donde experimenté cosas inesperadas. Ahí está. De eso tratará mi primera novela, en esencia. Es cierto que estoy comenzando a escribirla, pero puedo darle un giro maestro con ese tema y no con eso de un amor no correspondido. Eso ya se ha escrito. Algo de provecho tengo que sacarle. Hablaré sobre El Pueblo, algo comparable a <<La Casa Verde>>, de Mario. Cómo quisiera conocerlo, que me oriente, ser tan dedicado a mi trabajo como él. Algún día. Sólo espero que Dios sea más bondadoso de lo que es conmigo ahora. Quiero que mis padres, mi hermano, familiares y amigos se enorgullezcan de tenerme como amigo. No sólo por mis títulos, sino, por la clase de persona que intento ser: un hombre casi completo. Ojalá Dios me esté escuchando. Estoy seguro que siempre me y nos guías. El problema está en que no hacemos caso a tus recomendaciones. Uno hace su destino, creo. Dios no nos tiene algo predestinado, creo. Si fuera así, qué patético sería todo. Sería como algo discriminatorio. Tú sí, tú no. No creo. Hay que atribuirle a Dios el buen tino de saber darnos consejos y rumbos. Ya está en nosotros si los tomamos o los dejamos.
Todos mis pensamientos, habían logrado que no percibiera que ya había llegado a mi casa, que había abierto la puerta principal y que estaba dentro de mi casa, mirando a mi madre con extrañeza.
—¿Te pasa algo? —me preguntó, preocupadísima.
—No, nada. Sólo estaba pensando.
—Se nota que es muy importante.
Si supiera, pensé.
—Algo así.
Entré a mi habitación y traje a mi mente tu vocecilla infantil y tu respuesta. Nunca me había sentido tan alborozado con tan sólo dos pequeñas frases. Gracias por decírmelas así, Silvana. Con firmeza y desbordante regocijo, tanto o más que el mío.
Claro que me gustaría. Y mucho.