Carlos Iván y la lección del día
Confieso que estuve entre los cientos y cientos que se apiñaron en la Iglesia de la Recoleta para rezar y despedir a Carlos Iván Degregori y que escuché atento la disertación sacerdotal y los testimonios.
Nunca había observado en funeral alguno tanto cariño y dolor, tantas querencias hondas y palpado en lagrimas ajenas el profundo significado de la amistad. No conocí al antropólogo personalmente, pero pude percibir que no era cualquier humano que pasa sino uno de esos que deja huella.
Dijeron que el científico social optó por un funeral en la línea de su formación católica y en el centro del espíritu recoleto, que es también el de la Universidad Católica. La Plaza Francia, los derechos humanos, el alma mater, los cánticos andinos, todo confluía para dar a conocer a Degregori a aquellos que, como yo, no lo conocíamos.
Lo que impresionó a este blogger fue la resignación pacientemente ganada por el intelectual, sus postreros diálogos sobre el Perú, el arte de filosofar sobre la vida y la muerte mientras daba fin a su agonía. Él no se escondió y, como en el arte del bien morir (que es un colofón del buen vivir), el pensador tuvo el coraje de planificar cada símbolo, cada mensaje y cada música de sus exequias.
No me extraña haber visto tantos ojos inyectados de agujas, de cóncavos dolores diseminados en un templo. Degregori me dio el privilegio de conocerlo sin que, en ese instante, pudieramos estrecharnos la mano o intercambiar una sola palabra. Así viven y mueren los grandes hombres.