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San Marcos y la máquina que produce desigualdad y mediocridad

Publicado: 2011-10-30

Breve análisis y experimento etnográfico

Por César R. Nureña

Para quienes están familiarizados con la calamitosa situación de la universidad pública en el Perú, los problemas mayores que la afectan son archi-conocidos, al punto que muchos podrían enumerarlos casi de memoria, basados en los numerosos estudios y evaluaciones que existen al respecto.

Podemos repetir, por ejemplo, que la crisis del sistema público de educación universitaria se deriva de un entrelazamiento complejo de factores como el abandono del Estado, que se expresa en el sub-financiamiento de la infraestructura y de las actividades de investigación y enseñanza (incluyendo los salarios de los docentes), y en el desgobierno y las disputas políticas internas que afectan a la gran mayoría de las universidades estatales, sino a todas.

A esto se suman, desde luego, otros factores externos e internos. Por un lado, la universidad suele ser vista por gran parte de la sociedad sobre todo como un trampolín para la movilidad social ascendente y para la obtención de estatus social (Leinaweaver, 2008), lo cual no tendría por qué estar mal per se, si no fuera por que esta lógica ha terminado gobernando a la universidad misma, convirtiéndola más en una fábrica de títulos que en una organización dedicada a la investigación y a la formación profesional, con miras a la proyección social. Si a esto le agregamos que la universidad pública ha sido absorbida, desde hace décadas, por una cultura político-burocrática marcada por el autoritarismo, el gamonalismo universitario, la corrupción y una obscura lógica de reciprocidades y redes de clientelaje, no debiera sorprender que las universidades estatales peruanas anden tan por el subsuelo en sus desempeños y resultados, si se les compara solamente con sus pares latinoamericanas.

En esta historia de decadencia, se ha mencionado también el hecho de que una “masificación sin proyecto” en un contexto de radicalismo político universitario (Lynch, 1990) habría condicionado en buena medida el tortuoso devenir del sistema universitario público en las últimas décadas. Esta idea, que ha sido desarrollada luego para explicar los problemas de la educación publica en general, en todos sus niveles, en medio de una "indiferencia neoliberal" (Ames, 2007), ha servido también para dar cuenta del rol de las desigualdades y las prácticas y doctrinas autoritarias en la universidad pública, en los orígenes de la historia de violencia política que desangró al país durante los años 80 y parte de los 90 (CVR, 2003).

Sin embargo, si bien todo esto es bastante conocido -por lo menos en el medio académico de las ciencias sociales peruanas-, poco se ha hecho aún por intentar comprender y explicar las implicancias de estos problemas y procesos, ya no solo observando lo que ocurrió en los 70s, 80s y 90s, sino prestando atención a cómo operan actualmente algunos de los mecanismos que reproducen, simultáneamente, la desigualdad, la mediocridad y la frustración al interior de la universidad pública.

En este pequeño artículo quiero proponer que nos fijemos en un aspecto muy concreto, que tiene que ver con la idea de “masificación” y sus repercusiones visibles en las actividades académicas y en las dinámicas políticas al interior de las universidades públicas. Veremos que la situación de la universidad tiene poco que ver con el destino, y sí mucho de artificial. En las líneas que siguen, voy a describir el caso que mejor conozco, el de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde un grupo de estudiantes de antropología presentó, hace unos días, un “diagnóstico” de los problemas que perciben en su escuela profesional. Más allá del “autoritarismo”, carencias en la “institucionalidad”, y las “pugnas políticas docentes”, estos estudiantes mencionaban, entre las “causas” de los problemas de corte más académico, aspectos como la “falta de interés” y la “falta de voluntad” de los docentes, además de la “dejadez” de muchos de los mismos alumnos. Una profesora, por su parte, observaba ciertas conductas “irracionales” entre algunos de sus colegas, y hacía llamados para una mayor “sensibilización”, mientras que otro profesor pontificaba: "Siempre hemos estado en crisis... tenemos que acostumbrarnos."

Para comprender el punto al que quiero llegar, necesito señalar que esta escuela tiene alrededor de 270 estudiantes (con unos 60 ingresantes por año), y cuenta con una plana docente de doce o trece profesores que, en la práctica, “dictan” actualmente cursos (sin contar a unos pocos docentes “invitados” por los alumnos, encargados de “cátedras paralelas”, ad honorem). Entre los docentes regulares figuran unos pocos antropólogos de mucho prestigio, pero también algunos profesores que muchos calificarían de “mediocres”. En conjunto deben asumir más de 20 cursos por semestre (o quizás más), solo en el pregrado, pero varios de ellos tienen a su cargo, además, cursos en la escuela de postgrado o en otras instituciones.

En este contexto, si en un curso pueden haber entre 40 y 60 alumnos por aula, y si cada docente se encarga de dos o tres cursos por semestre, es materialmente imposible que un profesor pueda dedicarse a todos aquellos que necesitarían apoyo docente en sus actividades académicas, o para iniciar o emprender trabajos de investigación. Esta situación conducirá, casi por necesidad, a varios resultados nocivos. En primer lugar, solo unos pocos alumnos lograrán vincularse con sus profesores (y no será casualidad que sean precisamente éstos quienes tengan los mejores desempeños, y terminarán siendo muy buenos profesionales), mientras que la gran mayoría de los estudiantes percibirá una “falta de interés” o una “falta de voluntad” de los docentes en la enseñanza, con lo que, más temprano que tarde, comenzarán a mostrar desidia o “dejadez” en sus procesos de aprendizaje, ya sea dejando de asistir a clases, y/o conformándose con solo tratar de aprobar los cursos. Y esto, a su vez, cierra un círculo vicioso en el que los mismos docentes comienzan también a percibir y evaluar negativamente el desinterés y el bajo rendimiento de la mayoría de sus alumnos.

Por otro lado, como es lógico, esta misma situación contribuye a crear un clima hobbesiano, de conflicto constante, latente o abierto, entre docentes y estudiantes. Una joven, por ejemplo, comentaba en una ocasión que cierto profesor “no quería enseñar” un curso a los estudiantes de su grupo, quienes comenzaban a abrigar un sentimiento de decepción hacia él (por su comportamiento aparentemente “irracional”). Pero resulta que este docente dictaba ya tres cursos en el pregrado y dos más en el postgrado (aparte de su trabajo en otra institución), por lo que simplemente no tenía tiempo para tomar bajo su responsabilidad un curso adicional.

No es extraño entonces que, bajo este esquema, la decepción conduzca, entre la mayoría de estudiantes, a resentimientos y expectativas frustradas que, aunque no siempre son racionalizadas de este modo, ofrecen la materia prima y el perfecto caldo de cultivo para que los grupos políticos estudiantiles más radicales saquen provecho de la situación, esgrimiendo un discurso confrontacional que polariza aún más la dicotomía malos profesores / estudiantes agraviados (estrategia a la que llaman "agudizar las contradicciones"). Pero el asunto aquí es que estos grupos políticos, lejos de canalizar los sentimientos de frustración hacia propuestas de solución para los problemas estudiantiles, en el fondo solo apuntan ya sea a construir la base social que le dará respaldo a sus programas y consignas en la arena de las luchas políticas por el control de los aparatos administrativos de la universidad, o a reclutar militantes para los partidos universitarios o extra-universitarios que se disputan la hegemonía en este entorno, reproduciendo y perpetuando así no solo esa cultura política universitaria que se nutre del conflicto permanente, sino también la máquina que literalmente produce la desigualdad y la mediocridad entre los estudiantes.

Es posible que estos argumentos resulten poco convincentes para algunos. (De hecho, yo mismo había estado tratando de relativizar este modelo, formulando algunas contrahipótesis.) No obstante, si nos enfocamos única y exclusivamente en aquello de la relación entre el número de docentes y la cantidad de alumnos (el ratio profesor/estudiante) como factor del desempeño académico, veremos que es bastante fácil sostener, con base en la investigación publicada y disponible, que organizar clases con números elevados de estudiantes perturba y dificulta el proceso de enseñanza, y además produce rangos más amplios de diferencias entre los estudiantes con respecto a los contenidos asimilados, es decir, produce desigualdades de aprendizaje entre los alumnos. Es más, en muchos países, el ratio profesor/estudiante es un indicador clave para medir la carga de trabajo de los profesores y su capacidad para ofrecer el servicio educativo a sus estudiantes, pero además, este mismo indicador sirve también para evaluar la calidad de los procesos educativos. Así, en algunos países, este ratio ha estado en el centro de la planificación de reformas educativas enteras de alcance nacional (Fredriksson y Oeckert, 2008).

Numerosos estudios han demostrado mediante análisis estadísticos y sociológicos, estudios cualitativos, e inclusive pruebas experimentales (Finn y Achilles, 1990; Molnar et al., 1999), que a menor ratio profesor/estudiante, los logros estudiantiles tienden a ser significativamente mayores en términos de desempeño académico, competencias adquiridas y otros resultados (Graddy et al., 2005; Martinez-Cantu, 2007; Molnar et al., 1999; Ngware et al., 2011; Shin et al., 2011; US DoE, 1999), aún controlando otros factores, como la etnicidad y el nivel socioeconómico. En una de estas investigaciones se ha llegado incluso a sugerir que la reducción de este ratio tiene el potencial de favorecer la construcción de capital social (al crear y fortalecer las relaciones docente-estudiante) y aminorar el nivel de “victimización” entre los alumnos (Gottfredson y DiPietro, 2011). En realidad, nada de esto suena muy jalado de los cabellos.

Ahora bien, para referirme ahora a mi propio “experimento” sociológico, hemos de volver a aquella reunión estudiantil que mencionaba líneas arriba. El experimento consistió en asistir a ese evento y sustentar allí el argumento de que la escuela de antropología de San Marcos, con la pobre, pobrísima infraestructura que tiene (biblioteca, recursos para investigar, etc.), y con tan pocos profesores, no tiene capacidad instalada suficiente para formar a 60 antropólogos por año (ergo, se debía sincerar el número de vacantes), por lo que un asunto central debía ser exigir a las autoridades que demuestren, con argumentos y números, bajo qué criterios se determinaba el número de ingresantes. La hipótesis fue que si el solo hecho de plantear este tema generaba alguna reacción contraria, esta tendría que provenir de algún sector político. ¿El resultado? Al menos dos personas intervinieron en la discusión para oponerse a esa idea, opinando que no se debería reducir el número de vacantes, ambos con el "argumento" de que esto no representaba “ningún problema” en la escuela. Al menos una de estas personas era una “dirigente” o “delegada” estudiantil. En el otro caso no me consta personalmente que se tratara de un “dirigente”, aunque el conocido hábitus y la construcción de su discurso lo sugerían de lejos.  La reacción de estos opositores puede ser interpretada de varias maneras. Yo he pensado por el momento en cuatro posibles hipótesis:

Primera hipótesis. Un ánimo por “democratizar” el acceso a la universidad, bajo la “lógica” de que abrir muchas vacantes abriría también posibilidades para que más jóvenes estudien una carrera profesional. Si este fuera el caso, solo se estarían “democratizando” la mediocridad y la frustración, pues a todas luces la universidad no está en capacidad de ofrecer una educación medianamente decente a tantos jóvenes. En todo caso, democratizar el acceso a la universidad debería pasar entonces por exigir al Estado más profesores, más infraestructura y más fondos de investigación, y no por creer que es saludable abrir la mayor cantidad de vacantes posible.

Segunda hipótesis. La creencia ingenua de que para formarse uno profesionalmente basta con sentarse en la carpeta, escuchar al profesor, leer separatas y dar exámenes. Desde esta otra “lógica”, daría lo mismo que en salón hayan 10 ó 100 personas, si al final el procedimiento es el mismo: sentarse a escuchar. Aquí, el problema está en que esa receta de ninguna manera podría funcionar en especialidades como las de ciencias sociales, por ejemplo, u otras en las que la investigación es un aspecto central, pues uno aprende a investigar precisamente haciendo investigación, escribiendo proyectos, formulando y discutiendo ideas, teorías, hipótesis, problemas y preguntas, y recogiendo datos en el campo -y jamás sentado en una carpeta escuchando. En ausencia de profesores siguiendo de cerca estos procesos, solo podrá aumentar aún más el número de estudiantes que llegan al final de la carrera sin tener la más mínima idea de cómo hacer una tesis, o sobre qué tema, o cómo plantearlo siquiera. (Claro que bajo el actual esquema esto no representa problema alguno, ya que siempre podrán comprar su licenciatura, bajo el eufemismo del “curso de titulación.” He aquí otra pieza de la máquina: A más ingresantes, más mediocridad, menos tesis, más gente comprando su título, más recursos para que el gamonal universitario de turno siga ampliando sus redes de clientelaje).

Tercera hipótesis (maquiavélica). Reducir el número de vacantes de ingreso, para ajustar ese número a las capacidades reales de la universidad: (1) limitaría las posibilidades de diversos grupos políticos para construir una base social que respalde sus agendas políticas y sus aspiraciones de llegar a controlar o seguir manejando el aparato administrativo de la universidad, y (2) reduciría también las opciones de estos mismos grupos para captar militantes y adherentes de entre aquellos estudiantes que pueden estar sintiéndose agraviados o frustrados por no poder cumplir sus expectativas de aprendizaje o de realización personal en la vida universitaria (práctica conocida y bastante bien documentada, véase p. ej. CVR, 2003; Degregori, 1990a,b).

Cuarta hipótesis. Un amasijo de todas las anteriores.

Para terminar, y a manera de conclusión, solo me resta decir que es preciso seguir deconstruyendo, o desarmando (por lo menos teóricamente), las piezas que mantienen funcionando el mecanismo que opera produciendo y reproduciendo la mediocridad y las desigualdades en San Marcos. Esto que he descrito aquí, sobre la ratio profesores /alumnos, es solo una pieza de entre varias otras de la misma máquina. Que no le sorprenda a nadie por qué este punto no suele aparecer en los pliegos de reclamos estudiantiles, ni en los programas de los partidos políticos universitarios más radicales. Sucede simplemente que siempre será más funcional al statu quo que todos piensen que las “causas” de los problemas se reducen, en última instancia, a rasgos esenciales negativos o malévolos en las personas: “falta de interés”, “falta de voluntad”, “dejadez”, “irracionalidad”, etc. Al final, colocar el foco de atención en los individuos “malos”, solo sirve para desviar la mirada, dejando intacta a la estructura que crea la “maldad”.

Finalmente, mi último comentario ha de ser propositivo, y estará basado en el argumento presentado aquí, y en la literatura académica que lo sostiene. En el contexto de las discusiones sobre una reforma y una nueva ley universitaria, se me ocurre pensar que, independientemente de cualquier nueva legislación, unas pequeñas operaciones administrativas podrían tener un impacto mayúsculo en variados aspectos concernientes a la universidad pública. En ese sentido, pienso que el número de vacantes para tal o cual carrera, en la universidad que fuere, debería ser aprobado por un órgano técnico y supra-universitario, que bien puede ser el Ministerio de Educación. El procedimiento sería: que cada Facultad demuestre, con documentos y estudios, ante aquel órgano, que está en condiciones de ofrecer una formación adecuada y de calidad a “X” número de estudiantes. Es decir, que cada Facultad sustente técnicamente, ante una instancia externa a la universidad, que realmente tiene la suficiente plana docente, infraestructura y recursos académicos como para formar a ese número de estudiantes. Así, si aumenta la demanda por educación pública universitaria, el Estado será entonces co-responsable, y deberá tambien aumentar la capacidad de las universidades para satisfacer esa demanda. Algunos resultados posibles y alcanzables en el corto y mediano plazo con una medida de este tipo serían: (1) mejorar radicalmente la calidad de la enseñanza y los logros académicos, y (2) limitar las posibilidades de actuación y de reproducción de los sectores estudiantiles más radicalmente politizados, a quienes en realidad jamás les ha interesado un rábano la calidad educativa.

(Epílogo, para evitar posibles interpretaciones erradas: Nadie quiere que la educación superior sea privilegio de una pequeña elite. Por mí que más gente acceda a la educación superior pública -el doble de los que acceden hoy, el triple si es posible-, pero siempre y cuando existan las condiciones mínimas que garanticen una formación adecuada. Ya vemos que pedir más vacantes a las universidades solo empeoraría las cosas, si es que antes no se exige al Estado que asuma sus responsabilidades para con las instituciones de enseñanza.)

Imágenes tomadas del vídeo Another brick in the wall, de Pink Floyd.

Referencias bibliográficas

Ames, Patricia. Educación: de la promesa modernizadora a la indiferencia neoliberal. En: Curso "Las escisiones persistentes entre democracia, política y Estado en Perú y América Latina", Lima, oct.-nov. 2007, Instituto de Estudios Peruanos.

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Degregori, Carlos Iván. La revolución de los manuales: La expansión del marxismo-leninismo en las ciencias sociales y el surgimiento de Sendero Luminoso. Revista Peruana de Ciencias Sociales 3 (1990a): 103-124.

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Escrito por

César R. Nureña

Un sujeto cualquiera. Antropólogo de la U. San Marcos.


Publicado en

Nada me basta

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