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Perú: país democrático

Publicado: 2012-02-02

Por Omar Cavero

El presidente Humala se pasea por España diciendo, orgulloso, que no es de izquierda ni de derecha, que es “de abajo”. Si se le vuelve a preguntar qué significa eso responderá dos cosas, con toda seguridad: soy el presidente de todos los peruanos y el gobierno busca crecimiento con inclusión social.

Aquellos dos estribillos que se prestan para acompañar acciones y discursos de lo más disímiles, son en la práctica una forma de esconder una abierta claudicación a las promesas electorales que hizo el Ollanta Humala candidato, una traición más a las expectativas populares que quieren verdaderos cambios. “Tienen mi palabra”, decía.

Los que gobiernan el Perú

Basta con ver cómo los poderes de facto que conforman la alianza construida por el Fujimorismo en los noventa son los que dictan las acciones del mandatario.

Esa alianza que es la que verdaderamente gobierna el Perú, está más allá de la derecha política. No busquemos sólo a PPK o a la familia Fujimori para identificarla. Su poder no proviene de los votos.

Está conformada por empresas multinacionales interesadas en la actividad extractiva, en la exportación y en algunos servicios en los que quieren mantener su presencia oligopólica; por los grupos de poder económico nacionales vinculados a estos sectores y los dueños de los medios de comunicación más grandes; por los sectores más conservadores de la elite criolla limeña, que mantienen sus prácticas oligárquicas de moverse en un exclusivo círculo parental cuyo núcleo son los apellidos de la vieja aristocracia.

Y están en ellas, finalmente, sus operadores dentro y fuera del Estado: la red de corrupción montesinista y aprista, mucho más extensa de lo que se cree, y funcionarios clave en organismos financieros transnacionales y en los espacios que congregan a los dueños de los grandes capitales del mundo.

Un Perú a la medida, y el único posible

Ellos fueron los impulsores y los más grandes beneficiados con el ajuste estructural y la radical transformación institucional que adecuó el Estado a dos prioridades centrales: estabilidad económica y atracción de inversiones. Cambiaron la Constitución, crearon nuevas leyes y reglamentos, reestructuraron ministerios y mediante una dictadura pretendieron monopolizar la política y la opinión pública. Refundaron el Estado. Lo capturaron.

El paso a la democracia electoral no cambió lo sustancial de esta arquitectura. Basta con notar, por ejemplo, que nuestro crecimiento macroeconómico -que no es otra cosa que el aumento del PBI; vale decir, del valor de los bienes y servicios finales producidos en una economía en un año dado: un indicador de los logros del empresariado; no es un indicador de distribución de la riqueza, servicios públicos, nutrición, etc- está amarrado en un alto grado al aumento de las utilidades provenientes de la actividad minera y de hidrocarburos. Ese sector es el más fuerte en la citada alianza. La entrega de concesiones, por ejemplo, ha aumentado de manera vertiginosa desde 1990 hasta el día de hoy y en términos ambientales está regulado muy pobremente –lo que dicen los Estudios de Impacto Ambiental no es comprobado por el Estado, las Declaraciones de Impacto Ambiental tienen aprobación automática, no han sido declaradas intangibles las cabeceras de cuenca, no hay ni siquiera un ordenamiento territorial para saber dónde se puede y dónde no hacer tal o cual actividad económica, etc.-. No olvidemos: “la prioridad es atraer inversiones”.

Y ese sector, que emplea muy poca población (entre el 1% y 2% según el INEI) y que genera más conflictos sociales que cualquier otro (56.5% son de tipo socioambiental según la Defensoría del Pueblo en su último informe, casi en su totalidad asociados a la actividad extractiva) es presentado por la elite política y económica, por los medios de comunicación y los líderes de opinión que tienen tribuna en ellos, como el eje del desarrollo del Perú, nuestra única ruta hacia el progreso, la única posibilidad de éxito que tiene un “país minero”. No importa que ese auge dependa de precios internacionales sobre los que no tenemos ninguna injerencia, ni que se trate de la exportación de recursos no renovables. Habrían dicho lo mismo del guano a mediados del siglo XIX, y ya conocemos la historia.

Incluso, para ellos, es no menos que una herejía, un acto de anacronismo, una clara muestra de una mente ideologizada el solo hecho de discutir si debe haber cambios en la Constitución, si el modelo económico que tenemos es el mejor, si debe haber una mejor legislación laboral, etc. No aceptan que ellos tienen también una ideología, que es la del libre mercado y el conservadurismo político. Hasta los coherentemente liberales pueden ser acusados de caviares.

Los eufemismos

Ya ganada la guerra, con un Estado con instituciones hechas a la medida de sus intereses, ahora claman: hay que fortalecer las instituciones, hay que respetar el Estado de derecho, hay que cumplir las leyes.

Ya habiendo expulsado y perseguido toda voz disidente, ya habiendo anulado toda discusión política, le han puesto nuevos nombres a las cosas. Han creado los eufemismos perfectos, y en ello cierto sector de la academia peruana los ha avalado, queriéndolo o no, y en él han encontrado a sus analistas preferidos.

Cuando un candidato viola sus promesas electorales, no está traicionando a nadie: está siendo pragmático. Cuando los trabajadores tienen jornadas de doce o catorce horas, y trabajan en situación precaria: son emprendedores, casi héroes, un ejemplo a seguir. Son los Tigres de Nextel, Gastón Acurio los elogia.

Cuando los derechos laborales se recortan, se pierde estabilidad laboral y se mantienen los sueldos por debajo del costo de vida: se está promoviendo las inversiones, se está flexibilizando el mercado de trabajo, se está promoviendo la formalización.

Si la gente protesta no lo hace porque tienen demandas insatisfechas, no es eso indicador de descontento. No. “Es manipulación”. Hay agitadores extranjeros, dirán. No importa si dirigen sus quejas al Estado, que es parte y eje del sistema político. No. “Son anti-sistemas”. Se necesita mano dura y mejor trabajo de inteligencia policial, reclaman.

A su monopolio de los medios de comunicación de masas, le llaman libertad de prensa.

A esta farsa la llaman democracia.

Humala: el pragmático

Ollanta Humala criticó esa visión. Se paseó por el Perú diciendo que la voluntad de los pueblos es lo primero. Dijo que no era admisible que se pusiera en riesgo la agricultura y el agua para hacer un hueco y sacar minerales. Dijo que el Perú conocía esa historia desde la Colonia. Dijo que era necesario refundar el país, hacer que la democracia deje de ser solo un procedimiento electoral obligado, que por fin los peruanos gobernarían su destino.

Dijo en Cajamarca que no permitiría que una minera seque una laguna para sacar oro. Dijo, en fin, que no podía seguirse con la misma visión, ni el mismo modelo, ni las mismas prácticas.

Le creyeron.

Ganó las elecciones con el voto de la población que carga con el peso de este modelo económico y político, la que tiene peores sueldos, la que es desplazada por la minería o el petróleo, la que cada vez tiene menos acceso a la tierra, la que engrosa la cifra de muertos producto de la represión a la protesta social, la que no es anti-sistema sino que quiere que la democracia funcione, la que se animó a votar de nuevo y se dijo para sí: por fin. La que exige respeto.

Pero Humala es más de lo mismo. Fue pragmático –dirían serísimos analistas-, se acomodó al poder de facto. No, perdón. “Está pensando en la gobernabilidad”.

Los intereses de esa alianza de poderes fácticos que ha capturado el Perú no han sido tocados fundamentalmente. Aquellos que orquestaron una de las más groseras contra-campañas de nuestra historia para evitar que sea presidente, ahora lo felicitan. Raúl Vargas saluda su madurez todas las mañanas en la radio. Vargas Llosa lo califica como un ejemplo de una izquierda de este tiempo en sus columnas.

Ya lo vemos. Conga sí va, pero haremos un peritaje técnico, dice, así como Toledo cuando decía que negociaba un TLC con Estados Unidos que firmaríamos “sí o sí”. No importa lo que diga el peritaje, igual el proyecto se hace.

El agua es prioridad, repite, pero recuerda que el gobierno quiere dar señales de confianza al empresariado y así se demuestre que el agua está en riesgo en Cajamarca y en otras regiones gracias a la actividad minera, esas inversiones se ejecutarán, porque “hay que respetar los compromisos”.

Este es un gobierno de la concertación, afirma, pero echa, luego de un largo ninguneo, a todas las voces progresistas del Ejecutivo y pone como primer ministro a alguien vinculado al fujimorismo y que cree que el Perú es un cuartel donde no hay diálogo sino órdenes.

En los hechos el gobierno decepciona a quienes creían que efectivamente se iniciaría una Gran Transformación. Pero tenemos una Gran Continuidad, un Gran Transformismo, como dice César Hildebrandt. No transformó el país, se transformó él. La prioridad del Estado sigue siendo mantener tranquilos a los inversionistas. La democracia se ha reducido a una gran burla: el pueblo solo elige a los administradores, pero las decisiones las toman otros. Parecemos una patria de menores de edad.

Me decía hace poco una ferviente seguidora de Keiko Fujimori: yo no sé por qué el Perú es así, pierde mi candidata pero el que gana hace todo lo que mi candidata proponía.


Escrito por

Acción Crítica

Acción Crítica es una organización política formada en el 2007 por alumnos de la PUCP y hoy día agrupamos a estudiantes de distintas universidades (PUCP, UARM, UNFV) y egresados de las mismas. AC está conformada por jóvenes que compartimos la necesidad de orga


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