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Las orquídeas del mal

Publicado: 2012-02-13

Paul Laurent

Si el “anormal” y “maldito” Baudelaire hubiera visitado Machu Picchu por estos tiempos, a lo mejor modificaría el título de su máximo poemario: Las flores del mal.

De hecho, si dicho poeta hubiera conocido que el arrancar una flor constituía un delito, su iracundia y descontento no sería un mero arrebato de un alma sensible. Ello sin importar que tal proceder se de tanto en un jardín ajeno, como el de su propiedad o incluso en uno natural y silvestre.

Obviamente, vendría a ser un enfado totalmente justificado. Un proceder exactamente idéntico al que cualquier lugareño u ocasional visitante pudiera sentir si es que le antoja hacer suya una bella orquídea y trasladarla fuera de ese histórico recinto. ¿Ello será parte de la modernidad?

A diferencia de los años en los que vivieron “quejosos” como Baudelaire, el estado de hoy juega a que no se le escapen los detalles. ¿Pequeña diferencia? No, inmensa.

La vocación holística que lo caracteriza lo impulsa a alzarse como un magno celador, veedor, y si da el caso, carcelero. Para ello lanza sus decretos, normas y leyes. Y si las aves aún pueden eludir los controles gubernamentales aleteando despreocupadamente sin reparar en límites ni fronteras, es cuestión de tiempo. Por lo pronto, legalmente son los únicos seres capaces de coger (con el pico) y trasladar (en su estómago) a lejanos parajes aquella semiente que (desde su proceso digestivo) expulsarán en sus heces sin el menor de los cuidados.

Sumamente distraídas, gracias a ellas los “pánicos” de que arriben o se introduzcan especies botánicas foráneas se tornan sobradamente ridículos. Así, que ello perjudique el registro científico es tan disparatado como ansiar prohibir el paso de gaviotas “colombianas” o “canadienses” porque impiden censar a las “nacionales”.

Suficiente muestra de lo que el monopolio científico-sanitario puede acometer se tuvo el 2009 con la paranoia causada la gripe AH1N1, provocando abusivas paralizaciones de ciudades enteras, de comercios y tráficos aéreos, donde los mexicanos fueron prohibidos de ingresar en numerosos países de la región y hasta suspendidos de competencias deportivas internacionales. Mayúscula advertencia weberiana (en La ciencia como profesión): «siempre que un hombre de ciencia se presenta con sus propios juicios de valor cesa su plena comprensión de la realidad.»

¿No era que siempre era mejor ver a la gente en su cotidianidad? Complicado. Lo “normal” siempre habrá de activar la enfermiza ojeriza de lo científicamente establecido, aquel imperialismo de los académicos y doctores. Los que disentirán perpetuamente, los que jamás estarán de acuerdo. Al fin y al cabo, también son personas comunes y corrientes.

A pesar de ello, por obra, gracia e influencia de dichos personajes ningún simple mortal tiene el camino fácil para desplazar una de las cientos de orquídeas que crecen en los alrededores del mencionado santuario inca (exactamente registradas: 425). La prohibición es la regla. Su rareza las condena. Si algún poblador o turista desea salir de esa zona con dichas plantas (o semillas) infringirá ley. Por ello, mejor es que no se mueva. Por el bien de la ciencia y de la patria, que se quede quieto.

¿Esa es la única manera de que el lente del “sabio” atrape la realidad? ¿Ciudadanos o súbditos? ¿Qué somos?

El gran Cicerón necesitaba de la venía de la civitas para irse al campo para solazarse con el estudio de la retórica y de la filosofía. Palmaria muestra de que estamos ante meros rótulos de una misma condición: personas sometidas al arbitrio de unos cuantos.

El gran Marco Tulio tampoco podrá arrancar una orquídea en Machu Picchu y llevársela a su villa tusculana. Innegablemente, ser hombre libre es más sencillo y radical que ser ciudadano. ¿Y por ello más contundentemente antagónico que ser súbdito?

Súbditos del poderoso Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico eran la unanimidad de los habitantes que moraban en sus extensos dominios. Pluralidad de pueblos, razas, lenguas y culturas se cobijaban a su sombra. No obstante de sus regias facultades, el majestuoso nieto de los Reyes Católicos se veía impedido de armar un ejército con su sola voluntad. No podía conminar a nadie a la milicia así porque sí. Le era imposible forzar a cualquiera de sus súbditos a servirle gratuitamente, pelear y hasta morir por su causa.

Sólo a partir de Napoleón ello podrá acometerse. Con un mero decreto rubricado por el revolucionario emperador, todos los franceses pasaban a formar parte del ejército. Nadie podía negarse. La patria (encarnada en un corso de pequeña estatura) no aceptaba excusas. Desde esa hora, ser ciudadano equivalía a llevar el uniforme permanentemente y a estar a total merced de los rugidos de la nación (de Napoleón). Un esquema radicalmente opuesto al Bill of Rights inglés de 1689, donde se señalaba expresamente la ilegalidad de los ejércitos permanentes.

Evidentemente, si desde el estado se puede coger al que más como un mero utensilio es porque frente a él nadie tiene derechos. A lo mucho los individuos sólo se aproximan a ellos cuando el gobierno no los toma en cuenta, no los mira, nos los evoca. De lo contrario, todo asomo de libertad se suspende. Así, no es de extrañar que cualquier ciudadano que sea “propietario” de un invernadero dentro de los a las 32 mil hectáreas del santuario histórico de Machu Picchu carezca de derechos sobre las flores y plantas que cultiva.

La premisa es general: el estado es el auténtico y único titular sobre la tierra. Es él el que preceptúa lo que se puede producir y en qué cantidades. Ello ocurre puntalmente con el campesino cocalero. Igual se da con el que siembra orquídeas. Ambos están impedidos de arrancarle a su suelo lo que puntualmente quieran y de aprovechar los frutos de un esfuerzo que no consiste en dañar a nadie. No se estafa, no se roba ni mata. Sólo se trabaja empleando lo propio. ¿Único medio de superación de las humanas dificultades?

Hesíodo pensaba que tal cosa era cierta. Entendía que por intermedio de ese proceder los hombres remediaban sus connaturales males y desventuras a la par que alegraban a Zeus, el dios garante de la justicia. Sí, Hesíodo, el mismo que hablaba de los reyes devoradores de regalos. Cleptocracia le podríamos llamar ahora.

Como se ve, una remota costumbre. Mucho más remota que cuando el cronista indio Guaman Poma de Ayala (en el siglo XVI) “describía” a la esposa del inca Sinchi Roca con orquídeas en la mano. ¿Ella tendría una dispensa especial por ser la señora de un “gran señor”?


Escrito por

Paul Laurent

Ensayista. Autor de los libros \"Summa ácrata. Ensayo sobre la justicia y el individuo\" (2005), \"La política sobre el derecho\" (2005), \"Teología y política absolutista en la génesis del derecho moderno\" (2005) y \"El misterio de un liberal. El extraño sen


Publicado en

Odiseo en tierra

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