#ElPerúQueQueremos

Eudocio Ravines, el otro revolucionario

Publicado: 2012-03-23

(Publicado en VV.AA., Escenarios y desafíos para la democracia en 2010. Temas para la reflexión y el debate, Fundación Iberoamérica Europa, Madrid, 2011, pp. 133-155)

Paul Laurent

El ausente

¿Qué hay que hacer para ser y no ser olvidado? ¿Qué tiene que suceder para que no se recuerde a un hombre en preferencia de otros? ¿Morir? Imposible. ¿Vivir? De seguro, pero con ciertas condiciones. ¿Cuáles?

Al poco tiempo de derrocar a Juan Velasco Alvarado (febrero de 1975), el también general Francisco Morales Bermúdez dio pase al retorno de una considerable cantidad de exiliados. Entre los que volvían se encontraba un periodista que había sido despojado de su nacionalidad a inicios de la dictadura. Su nombre, Manuel D’Ornellas, editor de Expreso.

Fue uno de los muchos “condecorados” no sólo con el ostracismo por mostrarse independiente y contestatario, sino también uno de los dos “privilegiados” que recibió la mayúscula sanción de ser declarado apátrida. Morales Bermúdez anunciaba aires menos virulentos que su antecesor. Repudiaba los “excesos” de la “primera fase” del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, dejando entrever que el suyo iba a ser un régimen de retorno a la institucionalidad democrática.

A D’Ornellas le devuelve su pasaporte. La mayoritaria satisfacción por este hecho fue estentórea. Clara muestra de la nueva actitud de los uniformados. Mas, ¿qué fue del otro expatriado? ¿A quién se le niega sus documentos, su identificación, su nacionalidad? ¿Por qué se le ignora?

¿Existía? Obviamente, tenía un nombre. Uno enteramente suyo, como que en su día también tuvo otros. Así es, se ocultó bajo seudónimos. Sí, en plural. Acaso sin el más mínimo asomo de remordimiento, pena ni nostalgia. Renunció más de una vez al obsequiado en la pila bautismal para revestirse con los impuestos por calculadas circunstancias, sediciosas misiones y arteras confabulaciones.

Desde la máscara de los más variados heterónimos afectará la suerte de muchos. Como quien juega perversamente a ser persona, aquella careta que los romanos empleaban para disfrazarse de “alguien”. Antifaz que otros usarán para trepar a la luz desde su oscuridad, desde sus singulares tinieblas. ¿Un acto de falsedad?

El otro

Oficialmente, el único Eudocio Ravines que ostenta la nacionalidad peruana es un cuerpo que habita con el grado de coronel en la Cripta de los Héroes. Combatiente herido en el holocausto de Miraflores (15 de enero de 1881) y guerrero sacrificado en la primera hora en la victoria patriota de San Pablo (13 de julio de 1882), durante la Guerra del Pacífico.

Si en la antigüedad un caído en batalla bajo análogos derroches de energía y valor era alzado como una deidad, un semidiós, en la andina Cajamarca de fines del XIX ello no debió ser muy diferente. Sobre todo si las remembranzas provenían de un igualmente luchador y sobreviviente, su hermano Belisario.

Como el héroe, el también coronel Belisario Ravines luchó en Chorrillos, en San Juan (batallas dadas el mismo 13 de enero de 1881) y en San Pablo. Será él quien se encargue de recordar cada suceso con su sola presencia. Es más, respetado en vida, el primogénito de la familia Ravines Perales será quien se encargue del hijo del menor de sus hermanos, al que le ceda un espacio en su surtida biblioteca y al que, en el momento de su terrenal partida, le recomiende con dureza: No te traiciones a ti mismo.

Ello es lo que quizá la memoria de ese niño hecho hombre rescató cuando decidió comenzar a voltear la página de su vida. En la víspera del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando su nombre de pila no era Eudocio ni su apellido Ravines. Los documentos que lo identificaban eran de otro, de un tal Jorge Montero.

Con dicho nomen la cigüeña de la III Internacional (también llamada Komintern) lo introdujo en suelo mapuche tiempo atrás. Había servido fielmente al comunismo soviético hasta ese instante. Desde su última experiencia en Rusia (entre 1938 y 1939) y lo especialmente vivido en la guerra civil española, más la pérdida de su hijo en Francia, lleva acuestas la sensación de haber sido estafado. Ella le recorre por entero.

Firme creyente en la redención del hombre, se puso a disposición de la Revolución Mundial. Lo hizo como un acto de fe, esa fe que lo alimentó espiritualmente cuando el hambre lo apremiaba, que lo abrigó cuando el frío se tornaba severo y cruel, que le dio salidas y escondrijos cuando lo perseguían, que lo hizo fuerte ante las prisiones y torturas. Esa misma fe que lo alivió del desprecio de quienes no entendían el camino que había que recorrer en aras de la liberación humana.

Conmovido por la lumbre que la suma de los hechos le devela, marca sus distancias. Las amenazas, los insultos y las agresiones provendrán ahora de sus compañeros de ruta, de sus camaradas. Vociferan contra Jorge Montero tanto como contra Eudocio Ravines. Las autoridades sureñas sólo sabrán del primero, nunca del segundo.

Es Montero quien había reestructurado y dado auténtica existencia al Partido Comunista (PC) chileno. De 1936 a 1937, con esa identidad se dedicará a adoctrinar y a organizar el Frente Popular que en la Komintern le dieron por misión. Incluso con tales documentos contraerá nupcias con una de sus mesocráticas alumnas de marxismo. Con ellos le jura amor eterno y celebra la elección de Pedro Aguirre Cerda, llevado al Palacio de la Moneda desde la plataforma que él erige.

Ciertamente, una obra mayúscula. Un trabajo que le valió ser convocado por agentes de Manuel Prado para su campaña de 1939. El hijo del presidente que salió del país en plena guerra con Chile pretendía alcanzar el poder no tanto por satisfacción personal, sino por reivindicación familiar. Anhelaba limpiar el nombre de su padre. Buscaba que nadie lo llame “ladrón” ni “traidor”. Que se borre esa humillante afrenta, para que no le vuelvan a gritar “traidor”, “traidor”, “traidor”. Mil veces traidor.

Curiosamente, un mote que Ravines terminará absorbiendo. Por lo pronto, abandonará Chile con ese “título”. Tal parece que Eudocio volvió a pisar nuevamente su patria sólo para limpiar ese karma que la torpeza le endilgó a Mariano Ignacio Prado al embarcarse rumbó a Europa (diciembre de 1879) en busca del armamento que sus agentes no podían conseguir debido al bloqueo británico, directos financistas de la causa enemiga.

Ya en Santiago, Ravines había renunciado a todo. Los ingresos que tenía por ejercer de “político profesional” cesaron. Seguía considerándose un hombre de izquierda, pero en profunda crisis espiritual. De seguro que cuando le señalan a Prado que el antiguo secretario general y fundador del PC peruano era el hombre indicado para promover su candidatura tuvo que sorprenderse. Mas no tanto, si es que repasaba el comportamiento de los “camaradas” a lo largo de la región, apoyando autocracias, democracias y dictaduras de toda laya.

El revolucionario

Aplicado ejército de subversivos y maestros de la infiltración, las huestes del comunismo internacional se movían diestros y sinuosos en su ruta hacia el poder. Sin el menor de los reparos, se volvieron expertos del doble discurso y de la relativización de cualquier imperativo. Todo era posible. Eran los entendidos de los “entusiasmos” de las masas y de las calculadas rebeliones.

Fueron ellos la encarnación del fin de la inocencia. Los extremistas que, en perpetuo estado de adolescencia, reclamaban el más amplio estado de gracia para proceder como posesos. Si las mayorías marchaban ilusas y confiadas, éstos se movían con milimétrico celo y cuidado.

De forma análoga a la que operó Ravines en sus primaverales días de agitador e insurrecto, promoviendo huelgas y marchas cuando los primeros años de Leguía, el dictador que José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torres y el propio Eudocio empujaron a la Casa de Pizarro. Los confesos liquidadores de una belle époque de sincera democracia representativa y de librecambio, la mal llamada “República Aristocrática”, el despectivo rótulo que Jorge Basadre le colocó al más franco intento de la política peruana por superar sus taras y abrirse al mundo.

Fue la renuncia del vislumbre cosmopolita para darle paso a la actitud provinciana y servil. Regresará la timidez tercermundista, del pobre no por ser pobre, sino por sentirse pobre. Esa fue la “hazaña” de Leguía y de sus seguidores, los que suspiraban por un “mundo feliz” o una “Patria Nueva”, como finalmente la catalogaron.

No sopesaron en su real dimensión el concierto en el que vivían, por ello no pusieron límites a sus esfuerzos por minar cada uno de los pilares que sostenían ese esquema que había permitido la movilidad social de millones de seres humanos durante las últimas décadas. Palmario, el “proletariado” que tanto mentarían (y al que muchos de ellos no pertenecían) no fue más que un agregado, un sector de población que antes de la Revolución Industrial no existía. Concretamente, esa «población adicional que nunca habría visto la luz del día si no hubieran surgido nuevas oportunidades de trabajo.»[1]

¿De ese “poblado adicional” provenía Eudocio? A diferencia de los costeños Haya de la Torre y Mariátegui, Ravines nació y creció en los silenciosos y atemporales andes peruanos. Huérfano de padre tempranamente, su madre soportará todo el peso de hogar. Debía velar por sus cuatro hijos. Lo hará con menos fortuna que cuando el mayor de sus vástagos comience a ganarse la vida.

Verdad, cuando antes de cumplir veinte años, Eudocio deja su natal Cajamarca para migrar a la capital. Si su fallecido padre anhelaba llevarlo a estudiar a Europa, ahora él sólo pretenderá mejorar su provinciana suerte en “la gran ciudad”. A ella llegará en marzo de 1917, el mismo año en el que los rusos den inicio a su Revolución. Se instalará en una habitación sólo disponible para pasar la noche, dedicándose a deambular por las calles de la Ciudad de Los Reyes buscando un empleo.

Un encuentro casual con el alemán Albert Köbrich espantará sus miedos. Amigo del influyente tío Belisario (ex prefecto de Cajamarca durante el gobierno de Nicolás de Piérola, de 1895-1899) y alto ejecutivo de la firma germana Hilbck, Kuntze & Cia., Köbrich lo recomendará con el gerente de su empresa en Lima. Vuelve a trabajar, pues en su pueblo había logrado un puesto en un comercio de idéntica nacionalidad. No pudo encontrar mejor jefe, pues el horario vespertino que se le otorgua le permitirá tener el tiempo necesario para leer. He ahí su máximo placer.

A pesar de que los duros años de la guerra europea se hicieron sentir, las ventajas del término de la misma también. En el año en el que Leguía depone a José Pardo (un emblemático 4 de julio de 1919), la economía nacional se recupera. Eudocio deja Hilbck, Kuntze & Cia. por la Ferretería Fort Hermanos. Antes había mandado sendas solicitudes a varios comercios. De ganar 45 soles mensuales pasa a ganar 100 como inicio.

Ello le permitirá traer consigo a su madre y a sus hermanos, apartándolos de la miseria de su provincia. Como él mismo recordará: «Durante siete años laboré sin fatiga; ahorré gratificaciones y aumentos y un día pude llevar a la capital a mi madre y a mis hermanos. Esta ocasión me hundió en un placer infinito. Sentía que con mi esfuerzo estaba reconstruyendo el hogar que la desgracia había derrumbado: lo alcé en mis dos brazos y experimenté el orgullo divino o satánico del realizador.»[2]

Estamos ante el descubrimiento de la propia capacidad de cambiar la suerte, de desvelar el elemental egoísmo que hace que el hombre venza barreras y obstáculos. Ciertamente, no hay motivos para ocultarse. Todo lo contrario, es el momento preciso para exhibir el propio nombre. ¿Para qué negarse? Es el instante en el que intentará obsequiarse una prosperidad que el infortunio y los avatares políticos le “negaron”.

El héroe rojo

Cuando en 1939 Eudocio arribe a Lima directo de Santiago, será un hombre sin capital. No tenía nada en los bolsillos. Tampoco fe en el alma. Lo único que lo consolaba por el tiempo mal invertido era su familia. Hacía siete años que estaba ausente de su país. No le fue posible regresar antes porque pesaba sobre él una condena de veinticinco años de prisión. La arbitraria y dura sanción impuesta al secretario general del PC peruano, quien no hacía mucho había retornado del exilio obsequiado por el moribundo régimen de Leguía, no la puso juez alguno, sino un ministro.

Oficialmente, debió pasar más de dos décadas encerrado en una de celdas del Castillo del Real Felipe en el Callao. Si pudo evitar ese severo castigo no fue por ninguna compasiva decisión en su favor ni por intermediación divina. Aunque siempre fue un creyente, en esa hora su esperanza no apuntaba a la Cruz de Cristo que su madre le enseñó a adorar, sino a la Hoz y el Martillo de la Revolución Mundial.

A ella había llegado por propia mano antes de los años veinte. Gracias a las mañanas libres, afiló su vocación autodidacta en aquella Lima pequeña pero culta y hasta ocurrente. Donde aún el príncipe de las ocurrencias era el narrador y poeta Abraham Valderomar, en cuya “decadente” corte estaba el entonces croniquer José Carlos Mariátegui, otro aspirante a bolchevique. Muchachos totalmente cautivados por los “recientes” sucesos de Moscú, los que, conmovidos hasta la médula, se deleitaban con los nuevos nombres y las nuevas palabras que aparecían en las columnas de los diarios: Lenin, Marx, Trotzky, Zinoviev, bolscheviquis, Checa, mensheviquis, mujik, soviets. (sic)

Ese fue el primer paso a su radical “inversión de valores”. Esa “inversión” de todos los principios que lo llevarán a las celdas de la isla San Lorenzo en mayo de 1923. Fue su debut carcelario.

Por promover una huelga es capturado en su casa y en el acto lo conducen a la isla-penal. Se siente inocente. ¿Quizás se decepciona que los demás no comprendan que únicamente buscaba humanidad y justicia? ¿No lo entienden? Todo indica que no. Opta por declararse en huelga de hambre. No será la primera. Ante la negativa de suspender su peligrosa actitud, es paternalmente subido a un barco rumbo a Valparaíso. Así es como inaugura su largo historial de deportaciones.

Hasta ese momento era el exclusivo sostén de su familia. Se llenaba de orgullo de haberlos traído de su triste provincia. ¿Ahora los dejaba en el abandono? Obviamente, reciben el golpe de su forzada ausencia, pero la indemnización que la Ferretería Fort Hermanos les otorgará por su tiempo de servicio, a poco de su partida, les permitirá a sus ya crecidas hermanas montar un taller de costura y velar por su madre.

Ello en 1923. Para 1932 las cosas no serán sencillas. Ni el Estado ni la sociedad tendrán compasión por los otrora jóvenes románticos y revoltosos. Habían crecido, incluso uno de ellos (Haya de la Torre) se atreverá a ser candidato presidencial, imaginando con ser un nuevo führer o duce. Para qué premiarlos con expatriaciones. El état de grâce brindado por Leguía no iba más

Echará de menos al viejo tirano. Cuando los agentes del comandante Sánchez Cerro lo detengan el 23 de diciembre de 1932 no habrá compasión ni privilegios. El permanente estado de emergencia y la marcialidad de las leyes lo confinarán nuevamente a la isla San Lorenzo. Le prometen que hasta 1958 tendrá exclusiva vista al mar.

Si con Leguía una huelga de hambre lo sacó del país, ahora tal medida no resultará. Sólo el paludismo que contrajo le da el permiso para transportarlo de urgencia al Hospital Guadalupe (en el Callao). Con la angustia de ver cómo era uno de los pocos que quedaban en prisión, pues los más de los apristas y otros camaradas habían sido liberados, se jura a sí mismo que debe de salir allí. No podía soportar el imaginarse veinticinco años dentro.

Tampoco se imaginaban ese destino para él sus amigos de la III Internacional. Desde Moscú, París, Buenos Aires o Montevideo, se dio la orden de rescatarlo. Si en algún momento se sintió abandonado, tendido en la cama de ese hoy desaparecido hospital, entendió que ello no era cierto al ver desplazarse por los pasillos a gente extraña. Supo que sólo era cuestión de esperar.

Y así fue. Un grueso contingente de la Komintern convocados de diferentes naciones se hizo presente. Junto con comunistas locales, planificaron la fuga de tal manera que al momento de ejecutarla ni el propio Ravines sabía del más elemental de los detalles. Únicamente recibió el simple dato de que lo liberarían. Por disposición médica se le indica al personal y a la seguridad asignada que lo conduzcan hacia uno de los consultorios externos, cerca a la puerta principal del nosocomio.

Al ser llevado percibió que cada paso que daba era acompañado por silenciosos camaradas, los que aumentaban más y más, mezclándose entre el público y los enfermos. Habían estado concurriendo al recinto durante semanas para tornarse habituales a los médicos, administrativos, policías y público en general.

Una vez que lo desplazaron hacia el patio de entrada, entre los consultorios y la salida, esa misma marejada de agentes y voluntarios (e involuntarios) de la Revolución se hizo más severa y vertiginosa. Confundiendo a todos, fue inmediatamente embarcado en un automóvil una vez alcanzada la calle. Ni un disparo. Solamente un guardia que advirtió el insólito movimiento fue reducido de un coscorrón. Cuando recuperó la conciencia ya era muy tarde.

Al día siguiente los periódicos daban cuenta de la espectacular huída perpetrada por agentes soviéticos. Por órdenes superiores, el aún maltrecho Ravines sería conducido a la U.R.S.S. para que recobre su salud.

El traidor

¿Ese hombre era al que había convocado Manuel Prado en 1939? No. El hombre que arribará en su ayuda al aeropuerto de Limatambo era un ser en crisis total. Un individuo espiritualmente deshecho, profundamente estafado. Repudiaba a Stalin, pero insistía en catalogarse como comunista. Risiblemente, el PC local se adherirá a la candidatura de Prado denominándolo “el Stalin peruano”. Poco después (en setiembre de 1942), Ravines es expulsado del partido por resolución de Moscú.

Son los instantes en los que comienza a atar cabos, desechando las primarias intuiciones por las concluyentes certezas. La hora de su progresivo descreimiento del marxismo-leninismo. Se le caía el velo que su fascinación por las “causas nobles” de la igualdad de los hombres le puso ante sus estrenados ojos de mozo justiciero. Comenzaba a enterarse que se había equivocado. Había que reivindicarse, pagar la culpa. Dejar de ser uno de los ensimismados moradores del submundo al que la Revolución lo había conducido.

Así es, él era unos de los que optaron por morar en los sótanos. De los que hicieron de la oscura zanja y el socavón su habitáculo. Innegablemente, su cuerpo y su ser se habían amoldado a esas cavidades. Oquedades labradas por las junturas de reeducados egos, por la multiplicidad de existencias que apetecían renunciar a la terrenalidad en aras de una quimera mayor.

Pléyade de poseídos que se volvieron monjes de la violencia para purificarse, para tornarse perfectos y no sucumbir al pecado. La impiedad del orbe los conminó a erigir su ecclesia. Precisamente lo que fue la Revolución, el trueno y tormenta que hizo añicos una era. El multitudinario cónclave que destruyó un predecible ayer. El descalabro de un orden que fue iniciado desde la arcana ojeriza del feligrés contra el mercader, ese artífice del desencantamiento (Entzauberung) y de la desdivinización (Entgöttlichung) del mundo.

El panorama que aterraba a Max Weber. Lo auscultaba sólo para comprobar su inicial aserto: sin fe no hay armonía. Tampoco redención: El burgués formó un concierto sin magia, pero real. En su deprimente (y depresiva) visión, al sociólogo germano le atormentaba percibir cada vez más fuerte y ruidoso el alternativo arribo de una propuesta radicalmente opuesta… la magia de lo irreal. Y de lo incivil.

He aquí exactamente lo que Eudocio supo luego de porfiar en el credo que lo hizo cuasi legendario y que lo elevó a rangos superlativos, como bien le vaticinó Barbusse en el París de 1927: Si llegas a las filas de la Internacional no serás recibido como un mero recluta. Dos años después (1929), en Berlín, le darían la “buena nueva”: dentro de unos cuantos días deberás ir a Moscú. Era un mandato que lo tomaba como tomaba la expresión “dictadura del proletariado”: no como mandato, no como dictadura, sino como un angélico llamado, un susurro enviado desde el Reino de la Libertad. Un universo de trastocados conceptos y desbarres que se le irán desdibujando lenta y dolorosamente.

Podemos adivinar la mutación de su semblante en el pleno proceso de Vanguardia. Únicamente hay que ojear dicha revista para ver cómo se va desgranando su desengaño. La fundará en el año en el que Prado ceda la posta a Bustamante y Rivero (1945). Publicación marcadamente socialdemócrata, será el inicio de su reivindicación. Es el momento en el que se le aproximaba ese amanecer en el que, cuando se levante, se sentirá un hombre tan distinto que se sorprenderá llevar el mismo nombre que tuvo la larga noche anterior.

Quizá viendo ese nuevo rostro, Francisco Graña Garland le exige que se deje de dudas y que se defina. Que no sea timorato ni agua tibia. O era comunista o anticomunista, le exhorta al más puro estilo de la jerga clasista.

Se habían hecho amigos. Graña era accionista y director de La Prensa, cuyos talleres y canal de distribución empleaba Ravines para imprimir y hacer circular Vanguardia. Mas será el asesinato de éste joven empresario limeño el punto de quiebre. Acribillado a balazos cuando abandonaba uno de sus negocios (un 7 de enero de 1947), Ravines dirigirá sus dardos contra el partido de Haya de la Torre. Lo acusa de mandarlo matar.

El país se conmociona. En el concurrido entierro de Graña Eudocio conocerá a Pedro Beltrán, igualmente amigo del fallecido y accionista principal del ahora acéfalo diario. Éste hacendado y financista decidirá hacerse cargo de la dirección de La Prensa. Ante tal tarea, convoca a Ravines para que se convierta en su mano ejecutora y lo ayude a promover la visión de un Perú abiertamente pro mercado y capitalista.

El héroe liberal

Se le dio la oportunidad de retractarse. No al estilo de las retractaciones que conoció en la Rusia de Stalin. De las que le arrancaron a su ficcional amigo Dorogan (con ese seudónimo protegía a un amigo de verdad, quizás en esa hora todavía vivo en algún lugar de la U.R.S.S.). Cuando lo vio por primera vez en 1929 lo abrazó y se dejó abrazar como uno de los constructores del socialismo. Era un tipo alegre y optimista. Precisamente todo lo opuesto a lo que encontró en 1939. Lo convirtieron en un pobre guiñapo espiritual, aunque aún con el elemental aliento como para confesarle que: Insurgimos como los héroes de la libertad y hemos resultado los más diestros artífices de la esclavitud.[3]

A Eudocio no se le ofrecía ese tipo de arrepentimiento. Sino uno más libre, inmensamente más libre. La codirección y la propia dirección de La Prensa fue el lugar donde lo llevó a cabo. En 1919 había debutado como articulista con una nota impresa en ese mismo diario. Ahí proponía la creación de una organización que abogue por los intereses de los obreros y empleados. Su sintonización con el liberalismo le hicieron ver que ese tipo de objetivos no era excluyente con los principios del laissez-faire. Por ello el periódico de Beltrán fue el primero que permitió la presencia de un sindicato. Era parte del juego del dejar hacer y dejar pasar. Un diario inexactamente catalogado de “conservador” le daba lecciones de derechos a su principal rival, el socialdemócrata El Comercio, el que sólo sabrá de gremios cuando la dictadura de Velasco se lo imponga.

Al olfato periodístico de Ravines se le sumó su capacidad para exponer ideas. Por primera vez en la historia de la república un medio de comunicación abrazó de forma tan franca y sincera una postura democrática en lo político y de librecambio en lo económico. Valores que marcaron las dos décadas anteriores al golpe militar de 1968.

En esos años las páginas de La Prensa se constituirán en el referente máximo de los argumentos en favor de la sanidad monetaria, de la lucha contra la inflación, en la independencia del Banco Central y de la libre flotación del dólar. Ello tanto como su vocación por el respeto al orden constitucionalmente establecido y las leyes.

Directa consecuencia de esta posición fueron las prisiones y destierros de Beltrán y Ravines. Ante el intento de Odría de perpetuarse en el poder (1956), el primero es detenido y apresado, el segundo ya había sido expulsado (a México) por idéntico motivo cuatro años antes. Como detalle, en 1948 Bustamante y Rivero desterró a Eudocio. El motivo: denunciar la política económica controlista que el partido que cogobernaba con Bustamante (el APRA) había instaurado. La escasez y la carestía no se hicieron esperar. Como un avance de lo que sería el gobierno aprista cuarenta años más tarde, aparecieron las largas colas y la consiguiente corrupción. Ravines afila su pluma y ataca. Por primera vez desde que no es “rojo”, es detenido, apresado y exiliado.

Tiempos políticamente convulsos, pero económicamente estables. La docencia de La Prensa al menos había sido comprendida en ese segundo plano. En el periodo que va desde 1950 a 1965, el Perú tuvo una tasa de crecimiento anual de 5.6%. Después de 1958 subió a 8%, «una cifra muy por encima de las otras naciones latinoamericanas por entonces.»[4]

En 1956, con el regreso de la democracia a través de una nueva elección de Manuel Prado, Ravines regresa al Perú. Ante las imprudencias financieras de Prado, La Prensa arremete sin concesiones. Como “premio” por sus severas críticas, Beltrán es convocado por el presidente. Es nombrado Presidente del Consejo de Ministro y Ministro de Hacienda y Comercio (1959-1961). Como en anteriores oportunidades, Eudocio toma las riendas del diario.

Ante ese panorama, Ravines es optimista. Así ya lo había hecho ver en América Latina. Un continente en erupción (1956). Proclamaba la necesidad de acentuar esa opción, de no involucionar ni desviarse del industrialismo capitalista. Expatriado en México, había sacado previamente a la luz La gran estafa (1952, publicado primero en inglés en 1951). Será un éxito editorial. Circulará por todas las América. Leída a los catorce años por Carlos Alberto Montaner, le servirá como aleccionador aviso de lo que serán los pasos iniciales de Fidel Castro luego de la toma del cuartel Moncada. Le enseñó lo que venía.

Obviamente, los rumores de que su conversión venía con patrocinio de la CIA sonaron más que nunca. Fue la manera predilecta de atacarlo. El mote de espía retumbó más veces que cuando era comprobado agente de la Komintern. El peso de la estafa que denunciaba era tanto personal como política, pues no se quedaba sólo en advertir los males del “perverso” comunismo, sino que acusaba tanto la infiltración bolchevique en América Latina como su aversión al dirigismo planteado desde el New Deal norteamericano.

Pero aquella primavera de los cincuenta y sesenta sucumbió por semejantes motivos a lo que ocasionó el fin de la República Aristocrática. Tenía sus horas de vida tan cronométricamente contadas como aquél tempo que recibió a Eudocio cuando sus provincianos anhelos lo empujaron a la capital medio siglo atrás.

Ya en 1961 el Primer Ministro Pedro Beltrán había dispuesto que el CAEM (Centro de Altos Estudios Militares) reoriente su currículo hacia temas exclusivamente militares. No se le hizo caso. Como advirtió Ravines a un colega de su diario, no hay más que ver la lista de profesores del CAEM para saber que la revolución que se viene será de izquierdas.[5]

No era paranoia. El grueso de la oficialidad castrense venía siendo formada con profesores “social-progresistas”, donde las viejas doctrinas defendidas por Mariátegui y el “juvenil” Haya de la Torre discurrían sin mayor reparo. Por ello, no fue de extrañar que muchos de los oficiales ahí instruidos fueran parte de la plana mayor de los que defenestraron a Fernando Belaunde el de 3 octubre de 1968.

El fin del olvidado

El general Velasco Alvarado asalta la Casa de Pizarro con un discurso abiertamente anticapitalista. Y actúa en consecuencia. Expropia, controla precios, suprime economías y derechos. En líneas generales, toman para sí lo que José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre pregonaron desde los años veinte. Desde la otra acera, el ahora librecambista Eudocio Ravines arremete contra dichas medidas. Y lo hace con suma efectividad. A menos de un semestre de la ruptura constitucional lo detienen y expatrian a México (febrero de 1969).

Para la anécdota: Víctor Raúl miraba a las elecciones de 1969 con mayúsculo optimismo. Derrotado por Belaunde en 1963, esperaba su turno aliándose con antiguos rivales (Odría, Beltrán y Ravines). Había cambiado. No era más ni un antidemócrata ni un socialista. Tampoco un liberal. Simplemente comprendió que mirar a Moscú era desviar la ruta ya trazada. A la vista estaban las “milagrosas” recuperaciones de Alemania y del Japón, más una gama de naciones destruidas luego de la última guerra mundial. Pero las ideas que el mismo Haya promovió en el pasado, y que por cálculo político no desterraba de plano, le yugularon sus aspiraciones presidenciales.

Después de la Cuba de Castro, el Perú de Velasco fue el intento más radical de implantar un esquema socialista en América. Su celo nacionalista fue tan eficaz como descapitalizador. El estado paquidérmico y el grueso de los obstáculos que el país aún debe de superar fueron fundados en ese infausto período.

Innegablemente, Velasco se alzará sobre los anhelos y reclamos de los febriles ideólogos que Eudocio conoció en su mocedad. A Víctor Raúl le dio la mano por primera vez en 1916, en Cajamarca, cuando Haya arribó con una delegación de estudiantes de la Universidad de Trujillo. A José Carlos en Lima, acaso en 1919, cuando se emocionaban con Leguía, el sepultador del estado de derecho y de la prosperidad fundada por Piérola en 1895.

A diferencia de sus dos viejos “camaradas”, Ravines no pasará a formar parte de los símbolos intelectuales ni mucho menos morales de las nuevas generaciones. No reaparecerá posteriormente. El Perú post-Sendero Luminoso seguirá reivindicando a Mariátegui y a Haya a pesar de las siderales distancias de ambas propuestas con relación el nuevo escenario socio-político. Ese mismo escenario que Ravines reclamó desde el momento de su conversión: el capitalista.

Así pues, mientras que en Lima al veterano “Jefe” del APRA le proponen la publicación de sus obras completas y la colección de volúmenes de y sobre Mariátegui se multiplican ad infinitum, los realmente exitosos libros del liberal Ravines son olímpicamente soslayados. Si a José Carlos se le elevaba a la categoría de incásico e imperial Amauta, y Víctor Raúl recibe el aprecio y reconocimiento de tirios y troyanos, a Ravines le sucederá lo inverso.

Antes que papel picado, le lloverán amenazas. Los insultos y las intimidaciones inundarán sus octogenarios oídos. No serán meras “promesas”: sufrirá una dura golpiza en los jardines de Tlatelolco por parte de unos jóvenes de aparente acento centroamericano (¿sandinistas?). Todo ello en la víspera de que su existencia se estrelle sobre el piso. Un Renault verde olivo lo embestirá la noche del martes 23 de noviembre de 1977 cuando atravesaba una calle del Distrito Federal.

Agonizará hasta el viernes 25 de enero de 1978, fecha en la que concluya la vida de éste sempiterno exiliado. Ya muerto, su cuerpo será conducido al cementerio por un breve cortejo fúnebre. Tan sólo un puñado de conocidos. A todas luces, un escenario completamente distinto al de las exequias de sus contemporáneos Mariátegui (abril de 1930) y Haya de la Torre (agosto de 1979).

Semanas después de la mortal embestida a Eudocio, Víctor Raúl descendería lentamente del avión que lo había trasladado de Europa al aeropuerto Jorge Chávez. Era la noche del 5 de enero de 1978. El legendario líder aprista llegaba al país para dar inicio a la campaña electoral de la constituyente. Y lo iba a hacer en olor de multitud. Estaba en la cumbre de su existencia política.

Exactamente en las antípodas de Eudocio, para quien las masas no eran lo suyo. Reales o imaginarias, siempre le serían esquivas. Las primeras irían con Haya, las segundas con Mariátegui. Sin importar en el bando en el que se encuentre, Ravines tendría que vérselas a solas con la vida. Como el karma de un combatiente, al que le está permito traicionarse.

[1] Friedrich A. Hayek, La fatal arrogancia, Obras completas, Vol. I, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 1990, p. 195.

[2] Eudocio Ravines, La gran estafa (La penetración del Kremlin en Iberoamérica), Libros & Revistas, México, D. F., 1952, p. 66.

[3] Eudocio Ravines, op. cit., pp. 152 y 411. Sobre la real existencia de éste personaje véase el catalogo de onomásticos que el propio Ravines escribe al final del libro.

[4] Dennis L. Gilbert, La oligarquía peruana: historia de tres familias, Horizonte, Lima, 1982, p. 92.

[5] Federico Prieto Celi, El deportado. Biografía de Eudocio Ravines, Editorial Andina, Lima, 1979, p. 194.


Escrito por

Paul Laurent

Ensayista. Autor de los libros \"Summa ácrata. Ensayo sobre la justicia y el individuo\" (2005), \"La política sobre el derecho\" (2005), \"Teología y política absolutista en la génesis del derecho moderno\" (2005) y \"El misterio de un liberal. El extraño sen


Publicado en

Odiseo en tierra

Otro sitio más de Lamula.pe