Vargas Llosa sobre Carlos Fuentes
El autor de novelas fundacionales para la tradición literaria latinoamericana, tales como Aura y La muerte de Artemio Cruz, ha fallecido hoy 15 de mayo de un derrame cerebral en una hospital de la capital mexicana, a sus 83 años. Esta noticia aciaga es, sin lugar a duda, una buena oportunidad para recordar y pensar sobre el escritor mexicano, diplomático, voz observadora y crítica de la realidad mundial.
A continuación, el premio Nóbel peruano, Mario Vargas Llosa, escribió varias décadas atrás su experiencia cercana con Carlos Fuentes, quien visitó su casa en Londres, y de quien recuerda las conversaciones sobre obras literarias, cine, moda. Vargas Llosa, además, rememora el modo "contagioso" de hablar de Fuentes, en este texto publicado en 1967:
Carlos Fuentes en LondresPor Mario Vargas Llosa
Apareció de improviso, en mi casa, un domingo a las diez de la mañana, el primer momento no lo reconocí: llevaba barba y un paraguas, botas, una larga casaca de terciopelo verde con cuatro pares de botones, y una corbata que era una llamarada. No lo veía hace seis meses y lo creía en Venecia, me habían dicho que vivía allá en el primer piso de un viejo palacio, que estaba encerrado a piedra y lodo, que terminaba una novela. Era cierto, me dice, pero ya se despidió de Italia, acababa de llegar a Londres y venía a quedarse. ¿Cuánto tiempo? Se encogió de hombros y se rió: seis meses, un año, dos años, quién sabía. Pero pensaba que Londres era una ciudad ideal para trabajar y armaría aquí su tienda y su escritorio. Hace más de dos años que dejó México y desde entonces vive así, brincando de un lado a otro: París, España, Italia, Estados Unidos, ahora Londres. Mientras yo me afeito, él hojea unas revistas, y conversamos sin vernos, a gritos: ¿no pensaba volver a México aún? No, de ninguna manera. Volvería más tarde, cuando le fuera indispensable verificar ciertas cosas en las sierras de Veracruz: allí estaban ambientados los episodios finales de la novela sobre Zapata. Le pido que me cuente algo de ese libro y él se repliega: no era muy fácil, todavía era un simple proyecto lleno de cosas oscuras. Me habla, en cambio, de otra novela, que tiene ya muy avanzada y que lo exalta mucho: una novela muy larga y, en cierto modo, de anticipación histórica. El capítulo final es un apocalipsis bélico, el enfrentamiento final del imperialismo y la revolución en tierras mexicanas. Un incendio atroz de napalm y fósforo, una orgía de ruido y sangre. Tiene, me dice, una enorme documentación sobre las nuevas armas antiguerrilleras que utilizan las tropas norteamericanas en Vietnam: artículos, libros, reportajes, fotos. Me habla de esas bombas de fragmentación que llaman "perros cansados", bombas que al estallar propagan en torno una lluvia de pequeñas bombas que al estallar propagan otras lluvias de bombas más pequeñas y así sucesivamente. Él quiere testimoniar sobre esos horrores en su libro, mostrar que las visiones más sádicas de la ciencia ficción son actualmente, en ciertas partes del mundo, realidad cotidiana.
Salimos a la calle, buscamos un café, y él sigue hablando. Está de muy buen humor, se le nota contento y pletórico de proyectos. Ha trabajado mucho estos últimos seis meses en Venecia, me dice. En varias cosas a la vez: retocando un libro de ensayos sobre literatura latinoamericana que publicará Mortiz a fin de año, en los primeros capítulos de esta nueva novela, y en dos obras de teatro. Aquí -señala la calle abarrotada de hippies que se calientan al sol débil del otoño londinense-, trabajará bien: está seguro que esta ciudad es tranquila y estimulante. Por eso, le precisa encontrar un departamento de una vez. En el hotel no puede escribir y cuando él no hace esto -teclea con los diez dedos sobre la mesa del café, pero a mí no me engaña, yo sé que es un pésimo mecanógrafo, que escribe sólo con un dedo- se siente mal.
Le pido que me hable un poco de Venecia, esa ciudad de mercaderes inescrupulosos y aguas hediondas, y él cree que yo estoy bromeando: una de las más bellas del mundo, dice. Trabajó mucho hasta que comenzó el Festival de Cine (él fue jurado, junto con otros escritores: Moravia, Goytisolo, Susan Sontag), porque, claro, entonces la vida se convirtió en un vértigo desenfrenado. Él fue uno de los que defendió con más pasión la película de Buñuel, que se llevó el Gran Premio. Y a propósito: otro de sus proyectos en carpeta es un libro sobre Buñuel. Al terminar el Festival, hubo una fiesta. Se ríe a carcajadas: una fiesta increíble, de disfraces. Marquesas, cortesanas, estrellas de cine aparecían enfundadas en atuendos inspirados en Levi-Strauss, en Roland Barthes, en Lacan y en Althusser. El estructuralismo, la antropología, el marxismo convertidos en bonetes, túnicas, prendedores, zapatos y corbatas: un caso de canibalismo extraordinario, dice. La moda se apodera de todo para sus fines, ahora la literatura, el arte y la ciencia también sirven de paso a esas fieras voraces, les suministran materiales explosivos que ellas adulteran y asimilan y convierten en ceremonia, en oropel, en juego.
Hablemos un poco más de la moda, le digo, precisamente de la moda. ¿A él no lo provee, también, en los últimos tiempos, de materiales para sus libros? No lo digo como un reproche, no estoy sugiriendo que en ellos la moda sea un fin, sino un medio. Pero me gustaría saber si él es consciente de ello. Ya en "Zona Sagrada", pero, sobre todo, en su última novela, "Cambio de piel" (que acaba de ser editada en Italia con gran éxito de crítica), la moda es una presencia invasora y constante, en la ambientación de los episodios, en la definición de los personajes, el punto de referencia más usado por el autor. Le digo que, en este aspecto, "Cambio de piel" me parece un testimonio asombroso, casi absoluto, de lo que constituye la moda presente, en la literatura, la pintura, el cine, el teatro, la crítica. Le hablo de los capítulos que trasponen, mediante proezas verbales, películas, cuadros, dramas o teorías de mayor vigencia contemporánea. Yo pienso que él se ha propuesto convertir en ficción todo aquello que, en cierto modo, ocupa la primera plana de la actualidad en diversos dominios culturales y sociales: construir una novela que sea, al mismo tiempo, un manual de mitología moderna. Él me mira escéptico. Me habla de México, de esa sociedad dual en la que hay, de un lado, una burguesía industrial próspera, cuyas costumbres y modelos culturales corresponden a los de las grandes sociedades de consumo, y del otro, un sector rural anacrónico, esclavizado aún a una economía de mera subsistencia. "Cambio de piel", me dice, parte de ese desgarramiento, esa áspera dualidad mexicana es su supuesto. Las citas o "Pastiches" que en el transcurso del libro van apareciendo, son imágenes que expresan el mundo de supercherías, disfraces y tabúes dentro del que se mueve el sector desarrollado, que imita a Europa o a los Estados Unidos. Pero su novela quiere ser, ante todo, literatura, realidad verbal, creación de lenguaje. Y es, también, una reacción contra el psicologismo que, a su juicio, distorsiona y hiela la captura de la realidad por la palabra. En "Cambio de piel", en efecto, todo está mostrado a través del gesto y la máscara, la narración rehusa sistemáticamente penetrar en la conciencia de los personajes y se concentra en sus movimientos, sus ademanes, sus diálogos y sus sueños. Tardó cuatro años en escribir este libro ambicioso y vasto, cosmopolita, y ya los organismos de censura lo han vetado por "inmoral y anticristiano". Pero, al igual que en Italia, se está traduciendo ya en una docena de países.
Hemos salido a caminar, damos vueltas por las inmediaciones de Earl's Court, y le pregunto sobre sus obras de teatro. ¿Se estrenarán pronto? Debe corregirlas, todavía no están acabadas del todo. Pero ya tiene en la mente el tema de otro drama, muy complejo y difícil, de índole histórica: las relaciones entre Monctezuma y Cortés. La idea nació del día que vio la obra de Pete Schaffer, "The Royal Hunt of the Sun", situada en la época de la conquista del Perú, y cuyos personajes centrales son Atahualpa y Pizarro (hay entre ellos una interminable discusión teológica). El drama de Schaffer le pareció frustrado: pero en cambio le pareció muy válida la tentativa de describir el choque de dos culturas, en territorio americano, a través de dos personajes históricos: uno indígena, el otro español. Trabajará en este proyecto, me dice, apenas se instale en Londres.
Habla de modo que resulta contagioso. Cuando habla de lo que está describiendo, o de lo que acaba de leer, o de lo que hará mañana, parece que estuviera diciendo me saqué la lotería. Con perversidad le cuento que oí a alguien, no hace mucho, decir que atacar a Carlos Fuentes se había convertido en el deporte nacional mexicano. Él se ríe, feliz: como chiste es excelente, dice. Él no tiene tiempo para atacar a nadie, en todo caso: con escribir, leer y viajar ya tiene de sobra. Pero la verdad es que se da tiempo para hablar de la gente que aprecia o admira: Julio Cortázar, por ejemplo. Piensa que es, tal vez, el creador más alto de la lengua hoy en día, y también un ejemplo a seguir como hombre comprometido con su vocación, entregado a ella en cuerpo y alma. Me habla también con fervor de Octavio Paz, de su pensamiento penetrante, desmitificador y universal, y de su poesía, cada vez más despojada y esencial. Luego, habla de las últimas películas y piezas de teatro que ha visto. No lleva cuarenta y ocho horas en Londres y ya sabe cuáles son los mejores films de la cartelera, las obras de teatro que es indispensable ver. ¿Cómo hace para estar en todo a la vez, para no ser tragado por la vorágine de la actualidad? Él se las arregla para leer todo lo que importa —libros, revistas y artículos de periódicos—, para ver todos los espectáculos de interés, viaja constantemente y mantiene una correspondencia amazónica, y nada de esto lo aparta de su trabajo de escritor, al que dedica cuatro o cinco horas diarias. ¿Cómo hace? Él, claro, se ríe: es un secreto profesional, dice.
Caretas (Lima) N° 363, 8 al 17 de noviembre, 1967
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