Sus muertos y los nuestros
Triste país, en que el asesinato de conciudadanos es motivo de mofa o de cinismo. Vergonzoso país, en el que hasta después de muertos, hay peruanos que no cuentan, sino para la frase de efecto; para la insinuación maliciosa; para ostentar como si fuese distinguida, la dureza de corazón.
Tres voces de la derecha peruana han reaccionado a los sucesos de Espinar con auténtica insensatez, que no puede atribuirse sino a una voluntad provocadora, a una estrategia polarizante.
La carátula del Diario Correo, dirigido por Aldo Mariátegui, titulaba ayer “Ya tienen sus muertos…” y agregaba, al pie, una explicación que requiere algún esfuerzo de interpretación gramática y moral: “Policía tuvo que abatir a dos y herir a 20 para defender ataque a mina Tintaya.”
En una posible lectura, el titular parece dirigirse a la ciudadanía que protesta para decirle que el Poder no hace advertencias vanas: te atreviste a objetar, ahí tienes a tus muertos. Estamos decididos a todo, y si sigues reclamando, te seguiremos matando. El subtítulo es una simple consideración técnica: para lograr sus objetivos, la policía mata a dos y hiere a veinte. Dependiendo del tipo de reto, del nivel de la osadía de los reclamantes, los números pueden variar: ¿tres y treinta? ¿siete y setenta?
Parecida explicación merece la opinión de la congresista Lourdes Alcorta. “Lamentablemente”, dice al desgaire, “va a tener que haber muertos, ¿qué se puede hacer?” Matar ciudadanos es un asunto técnico: en determinadas situaciones, no hay nada que hacer. Así es la cosa. Dependiendo de cuántos son los manifestantes y cuántos los policías, la aritmética inmoral de la derecha, nos debe dar la respuesta de cuánta gente hay que matar, y cuánta hay que herir.
En estas opiniones no hay duda alguna sobre el contexto: si surge un conflicto, la consecuencia lógica es que se use a la policía y se mate a manifestantes. Preguntarse por el tipo de conflicto, sus causas, sus posibles soluciones, está demás: es abrir las puertas a la mano blanda, al pensamiento excesivo, a la sensiblería.
Otra lectura del titular de Correo, algo distinta de la anterior, es la de responsabilizar a los que protestan, por la suerte que han corrido. Más aún, es afirmar que ellos mismos buscaron sus muertes para hacer ganancia política. En este sentido, el titular afirmaría que la población de Espinar quería que la masacren para generar solidaridad, golpear políticamente al gobierno, o alguna otra táctica similar.
En esta línea de cinismo se ubica el breve editorial firmado por Fritz DuBois en “Perú 21”. El artículo se titula “Consiguieron sus muertos”, y propone la siguiente teoría conspirativa: un cierto grupo, cuyos intereses son absolutamente vesánicos, ha preparado una ofensiva coordinada en todo el país, (“asonada” la llama DuBois) para destruir la economía nacional. Si el lector acepta la premisa de que un grupo puede trazarse un objetivo tan enloquecido, debe aceptar la consecuencia de que el mismo grupo utilice tácticas enloquecidas, como el suicidio por disparo policial.
En el planeta inmoral que habitan los tres agitadores de la derecha -Aldo Mariátegui, Lourdes Alcorta y Fritz DuBois- nadie tiene el derecho de oponerse a una política de estado o de empresa; quien protesta es un enemigo público; y un policía es una máquina de matar, así que es tu culpa ponerte frente a uno.
Naturalmente, los tres apuntan a una sola conclusión política: no lamentarse y, sobre todo, no ceder. El gobierno, en palabras de DuBois, debe deshacerse del lastre de “trasnochados”, “quintacolumnistas” y “radicales” y gobernar; lo que –en esta lógica- es sencillamente una cosa: administrar la máquina de matar y proteger la inversión.
Así, la derecha entra sin pudores y al cabo de décadas de esfuerzo, a la última fase de su extraordinaria conquista de la opinión pública limeña, que no nacional: la absoluta destrucción de la compasión, como un sentimentalismo absurdo, que no tiene lugar en el brillante horizonte del desarrollo económico.
Ya han logrado vender la idea de que el Estado no tiene rol alguno en la actividad económica, ni siquiera como regulador; ya demonizaron la protesta social como un equivalente del terrorismo; ya justificaron las matanzas como un privilegio de quienes “defienden la democracia”; ya arrinconaron a la inteligencia del país con apodos sarcásticos; ahora sólo les queda redondear la faena: lograr la última, fundamental, perversión de la moral pública, y exigir que sus lectores se encojan de hombros o bien aplaudan las muertes como una lección para todo aquél que se atreva a disentir.
Tienen todo el aparato legal y político necesario: una constitución a la medida de las empresas; decretos que autorizan a la fuerza pública a tratar a la población civil como “elementos hostiles”; y un gobierno pelele, repleto de incapaces. En esas condiciones, transportar en el tiempo a un país entero, a los inicios del siglo XX, cuando las empresas mineras y agrícolas controlaban enclaves, y los alzamientos provincianos se controlaban a balazos, es perfectamente factible. Y todo esto, por supuesto, se hará, con el barniz de la cultura del optimismo que también nos venden, con la pretensión de volver a un supuesto país idílico, previo al pesimismo de Vallejo, el idealismo de Haya, al radicalismo de Mariátegui.
¿Qué le falta a esta derecha para terminar de hacer el país a su imagen y semejanza? Sólo una cosa: que aceptemos que hay muertos que no nos pertenecen; que los caídos en Espinar, como antes en Bagua, no son nuestros: que no son peruanos, que no son ciudadanos. Son “pobladores”, son “nativos”, son agitadores, subversivos, revoltosos, alzados. Son suicidas que buscan la bala, ciegos que no ven el progreso, vidas que no vale la pena llorar.
En el momento en que aceptemos que los muertos son sólo de Espinar; cuando nos encojamos de hombros; cuando aceptemos la premisa de que estos son “sus” muertos –los del alcalde de Espinar, los del presidente regional de Cajamarca, los de Tierra y Libertad- y no los nuestros; en ese momento, habremos terminado de convertirnos, de nuevo, en una gran hacienda.
Mientras tanto, y a riesgo de parecer retórico, sentimental, caviar o demasiado académico para esta derecha filistea, creo que hay que decir que ya basta: que todos los muertos son nuestros; que no hay ninguna vida peruana que esté demás; que en la mesa de las familias destrozadas en Espinar por la pérdida de un padre o un hermano, nos sentamos todos.
Tal vez, si logramos mantener esta última línea de resistencia ética, podamos demostrarles a estos tres agitadores y al gobierno, que todavía hay país, y no hacienda; humanos, y no ganancias; ciudadanos, y no pongos. Ojalá.