#ElPerúQueQueremos

Mineria sin derechos de propiedad

Publicado: 2012-07-16

(Publicado originalmente en el libro La política sobre el derecho. Los orígenes de nuestra frágil institucionalidad, Nomos & Thesis, Lima, 2005, pp. 95-100)

Paul Laurent

Cuando un mito brota es porque quiere encubrir algo, y ese algo está en que el Perú no es un país agrario, sino un país minero, pero sin derechos de propiedad.

Esto último es lo que se tiene que remediar. No puede ser que se siga asumiendo una noción mutilada de la propiedad sobre la tierra, pues ello simplemente ha sabido generar conflictos y corruptelas a todo nivel. Así, cuando la Constitución (artículo 66°) prescribe que los recursos naturales son patrimonio de la nación nos está negando la posibilidad de extender nuestro derecho de propiedad hacia una variante mucho más rica y dinámica de lo que hasta ahora se tiene. Verdad, el hecho de reclamarse dueño de todo mineral o sustancia que se halle en la profundidad de nuestra heredad es materialmente imposible en nuestra legislación. Es más, de estar inmersos en esa situación cada una de las aristas que sostienen nuestro parcial derecho de propiedad se suspenden en el acto. Desde ello, lo que irreprochablemente pudo ser motivo de enorme regocijo fácilmente se puede tornar en una comprensible causal de zozobra y pánico.

Tal absurdo se lo debemos a una legalidad que no tiene ni la más mínima idea de lo que significa ser portadores de derechos. He aquí un directo residuo medieval, ese concierto de privilegios donde uno era libre si es que alcanzaba el favor real. Las concesiones que brinda el estado peruano en el rubro de los recursos naturales responden a esta anacrónica visión. Si los peruanos pudiésemos extender nuestros derechos de propiedad sobre el subsuelo, difícil sería que el discurso barato y la manipulación ideológica nos arrastren. Y ello porque cada propietario sería el único que habrá de decidir su propio interés, jamás un extraño a él. Pero al no darse tal cosa entonces se termina invitando al inversionista a la manipulación y al soborno.

Esto es consecuencia inmediata de un sistema de derechos oscuro y perverso. Ya es hora de invertir la figura. Hay que apostar por una legalidad que mande al inversor a dirigirse a quienes son los titulares de cada porción de terreno antes que ir corriendo al estado para que le otorgue una dudosa licencia. Ello es lo lógico. Si alguien quiere algo que me pertenece entonces debe de solicitármelo sin intermediarios de por medio. Será exclusivo asunto del detentador del bien qué es lo que se decidirá finalmente. Como es natural, todo dependerá de lo que se le ofrezca. Sin embargo, no es este soporte jurídico el que nos adorna. Así, lo que perfectamente pudo remediarse a través de lo contractual hoy se va por la senda de lo político y policial.

El sustentarnos en un derecho de propiedad mediatizado hace que nuestras suertes se decidan desde un despacho ministerial antes que desde nuestras propias personas. De tal propensión nada bueno y pacífico se puede esperar. La carencia de un debido imperio del derecho nos está pasando la factura, siendo que ello sólo sabrá contribuir a nuestra arraigada cultura de la usurpación e irrespeto por lo ajeno. Esa constante del despojo y la rapiña que nos aparta de lo puramente racional y jurídico, precisamente lo que aún nos es esquivo. Un universo de axiomas que hizo abortar el proyecto minero de Tambogrande (Piura), el mismo que muy bien pudo ir por otra vía.

Lo que ocurrió ahí fue inmediata consecuencia de los lastres de una legalidad que no acepta la propiedad privada sobre el subsuelo. Todo este orden de absurdos se activó cuando una empresa minera canadiense y su socio (el estado peruano) decidieron desaparecer casi medio pueblo de un plumazo. Así como sueña (o se lee): Una vez abierto el tajo sobre la tierra 1.800 casas y demás predios, irían directamente al fondo de un enorme hoyo. Un aproximado de veinte manzanas que tenían que ser destruidas sin que la Constitución, las leyes y la mismísima tradición jurídica nacional les diese el más leve atisbo de razón a aquellos que sólo aspiraban a que se les respete su propiedad. No pedían más. Sus reclamos no iban por otra senda. Todas sus peticiones confluían en ese único punto. Poco importaba saber del sacrificio que las gentes habían hecho para obtener y mantener sus heredades.

A decir de las mentalidades burocratizadas y mercantilistas, aquí la noción de pertenencia se suspendía. La voluntad de los auténticos dueños de las tierras (casas y parcelas) no contaba. La suerte de cerca de 8 mil personas había sido decidida desde Lima. Así pues, la desgracia de los tambograndinos venía a ser la que en un contexto diferente muy bien pudo ser su máxima alegría: el saberse poseedores de 70 millones de toneladas de oro y plata debajo de sus pies. Esto es lo que sucede cuando Manhattan no está en USA.

Manhattan-Sechura era la empresa que obtuvo la concesión minera en 1996. Paradójicamente, llevaba el nombre del célebre y millonario distrito neoyorquino donde quedan, entre otras magníficas perlas, Wall Street y, por ende, los bancos más grandes del mundo. Estoy seguro que por esos dominios los derechos de propiedad no tienen ni por asomo el mismo nivel se “protección” jurídica que soportamos los peruanos. Si una firma petrolera tuviera conocimiento que en el subsuelo del Museo Guggenheim o de debajo del mismísimo Broadway existiese ese aceitito negro que tanto fascina a Bush y a Chávez (como antes a Saddam Hussein), le sería imposible pasar por encima de las apreciaciones de los propietarios. Antes de mirar a otra parte, es decir, antes de ir corriendo al estado para que le otorgue una licencia de exploración (y luego de explotación), primero debería de dirigirse a quienes son los legítimos dueños. A nadie se le ocurriría pensar en otra alternativa, salvo que tuviera en mente afanes delincuenciales. El derecho de comercializar o no un título o acción de lo que se posee es un proceder absolutamente normal y legítimo. Ninguna persona puede ser tenida por antisocial por ejercer un derecho. Ello sería bárbaro, incivil, irracional. Empero, por esa senda nos movemos.

Nuestro orden legal niega la posibilidad de que el propietario de un predio (el suelo) sea a su vez dueño de lo que se encuentre en su hondura (el subsuelo). La Constitución vigente prescribe que los recursos naturales son patrimonio de la nación. «El Estado es soberano en su aprovechamiento» (sic), precisa el artículo 66°. De esta suerte, si hay algún mineral o sustancia en la profundidad de su heredad el derecho de propiedad deja de existir. Abiertamente, esta es una variante del colectivista derecho social, moderna nomenclatura de aquellos tiempos cuando los reyes gobernaban sobre las almas y las cosas. Obviamente, la despótica concepción de una legalidad forjada en una era extraña a la del bullidor capitalismo. Mas, ya en un esquema de respeto a derechos y libertades, cualquier restricción a los mismos deviene en artera agresión.

Lamentablemente, ello es lo que nuestra legalidad perpetra. Y esto no se genera por obra y gracia de los constituyentes de 1993, sino que esto forma parte de una añeja tradición medieval. Eso es lo que era el derecho castellano, ciertamente un tinglado mercantilista que lo único que pretendía era apuntalar el poder absolutista y centralizador del monarca.[1] Como fácilmente se puede inferir, para los burócratas de hoy como para los príncipes y cortesanos de ayer, los derechos y propiedades de los demás valen tanto como una gota de agua salada en el océano.

Bajo tales prescripciones, y desde el punto de vista de los empresarios involucrados, los habitantes del distrito piurano de Tambogrande que les estorbaban “sólo tenían que ser reubicados”. El estado y la nefanda tradición jurídica que nos adorna avalaron esta bananera postura. En Canadá o en los Estados Unidos ello no sería dable. En ambas naciones los aquí afectados no tendrían por qué temer. Todo lo contrario, sería un motivo de inmenso regocijo.

Es una pena. La angustia de verse en una situación como esta debería llamar la atención sobre la absurda y corruptible legalidad que nos sostiene. La carencia de un debido imperio del derecho nos terminó arrastrando hacia escenarios que nunca debieron darse: la agitación del discurso anticapitalista por parte de las ONG ambientalistas y las siempre perturbantes acciones vandálicas, más la “extraña” muerte de un ingeniero (Godofredo García Baca) opositor al proyecto.

Interesante hubiese sido que la empresa Manhattan-Sechura se hubiera retirado por la imposiblidad de trabar negocio con los tambograndinos antes que por razones socio-políticas. Tal es la factura que nos pasamos nosotros mismos por vivir bajo una legislación distante de lo patrimonial (la propiedad). Ello sólo ha contribuido a una arraigada cultura del irrespeto y de la usurpación. Desde esta senda lo mentadamente constitucional jamás podrá traducirse en una armonía donde el capital se encause en lo jurídico. Así pues, nunca se sabrá si el cultivar mangos y limones era mejor negocio que el promocionado proyecto acuífero. Como siempre, todo quedará en la total incógnita. El eterno y peruviano “no saber”.

[1] «El Derecho del Reino de Castilla se caracterizó desde muy temprano por revestir un carácter predominantemente escrito y estatal.» José María Díaz Couselo, Los principios generales del derecho, Plus Ultra, Buenos Aires, 1971, p. 65.

DE VENTA EN LIBRERÍA: EL VIRREY, SUR, CRISOL, ZETA BOOKS, ÉPOCA


Escrito por

Paul Laurent

Ensayista. Autor de los libros \"Summa ácrata. Ensayo sobre la justicia y el individuo\" (2005), \"La política sobre el derecho\" (2005), \"Teología y política absolutista en la génesis del derecho moderno\" (2005) y \"El misterio de un liberal. El extraño sen


Publicado en

Odiseo en tierra

Otro sitio más de Lamula.pe