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Antonio Cisneros a través de la ilustración de Iván Palomino.

Antonio Cisneros: in memoriam

Publicado: 2012-10-07

Escribe CARLOS M. SOTOMAYOR

Empecé a leer poesía, de una manera sostenida, a inicios de los años noventa –ad portas de culminar la secundaria–. Y entre los libros de poesía, que iba sustrayendo de los anaqueles de la biblioteca paterna, se encontraba la antología personal Propios como ajenos (Peisa) de Antonio Cisneros. No era un autor desconocido para mí. Tiempo atrás había leído sus textos periodísticos reunidos en El arte de envolver pescado (El caballo rojo ediciones). Y, además, si mal no recuerdo, había escuchado su voz a través de un microprograma que conducía en la radio (en RPP). Aún recuerdo la primera vez que lo vi, en la presentación de un libro del periodista deportivo Emilio Lafferranderie –más conocido como El Veco–. Un libro editado por Umberto Jara y diseñado por mi padre, quien fue precisamente quien me lo presentó.

Se trata de un recuerdo que siempre ha estado allí, en un lugar especial de mi memoria, pero que hoy parece haber cobrado mayor nitidez. Yo era un estudiante de los primeros ciclos de la carrera de periodismo y ya pergeñaba, por aquellos años, algunos textos breves de ficción. Recuerdo que, al final de la presentación, en un salón de un hotel miraflorino, mientras bebíamos una cerveza (creo que el libro del Veco era auspiciado por una empresa cervecera), Cisneros me dio el primer consejo literario que he recibido. Me dijo que si quería ser escritor debía dejar de lado toda vergüenza. Años después entendí la real dimensión de aquellas palabras.

Luego lo volví a ver en varias oportunidades. En una de las últimas pudimos conversar extensamente sobre su obra poética y sus viajes en su oficina de la Cancillería, allá en el Centro de Lima, en el palacio de Torre Tagle. Lo recuerdo mostrarme, muy contento, los recovecos de aquella casona antigua, deteniéndonos especialmente en los balcones. “Desde acá podemos ver lo que sucede afuera sin que nadie nos vea desde allá”, me decía.

La última vez que lo vi fue en la Feria Internacional del Libro. La editorial Peisa presentaba una edición conmemorativa de su celebrado y premiado Canto ceremonial contra un oso hormiguero. Y allí estaba él junto a Rodolfo Hinostroza, el otro gran poeta del 60. Y allí, en medio de un público atento, recitó algunos poemas con esa manera tan particular y brillante con la que lo hacía.

Ayer me enteré de su muerte. Y a pesar de que sabía de su enfermedad, del infame cáncer al pulmón que lo ha doblegado, la noticia me tomó por sorpresa y me dejó por unos minutos sumido en un silencio absoluto. Un silencio que se ha ido disipando, como ahora en que levanto la vista y veo sus libros en los anaqueles de mi biblioteca, ahora que leo en voz alta algunos poemas suyos, mis predilectos, como “Un perro negro”, “Oración”, “Réquiem (3)”, sólo por citar unos cuantos. Ahora que me digo, aunque suene a lugar común, que nos quedan sus libros, una manera de tenerlo presente, siempre.


Escrito por

Carlos M. Sotomayor

Escritor y periodista. Ha escrito en diarios y revistas como Expreso, Correo, Dedo medio, Buen salvaje. Enseña en ISIL.


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