Una puta en la familia. ¿Qué más podías pedir?
Escribe: CECILIA PODESTÁ
Al lector más vicioso de todos se lo llevó el cáncer ocular. Jorge Vega, uno de los libreros más antiguos de Lima, amaba los libros tanto como a las putas: naturalmente, fue el librero de los periodistas. Veguita (“comerán los gusanos lo que dejaron las polillas”) se acostó finalmente con La Parca este 28 de enero, y desde este burdel hermoso llamado Lima va la siguiente crónica.
“¿Qué vas a perder? Consulta con Veguita. Él las conocía a todas”, me dijo Julio Polar, sentado, y con el lapicero de corrector de diario sobre la oreja. Él ahora está muerto, al igual que Veguita, quien meses atrás me recibió en su casa, mirándome con el ojo que le quedaba, casi sonriendo y arrastrando los pasos por su sala, pequeña y opaca, dentro de una quinta en Matute, cerca de la avenida México en La Victoria. Pero a pesar de su enfermedad, lucía cierto lado perverso y fascinante. Brillaba. Sus palabras me darían algo que buscaba desde hacía algún tiempo, desde que escuché por primera vez de la tía Olga. Una puta en la familia. Supe por otro tío, que además fue uno de sus clientes, que ella trabajó en La Victoria.
Huatica solo existía para mí en La ciudad y los perros junto a la Pies dorados y sus muchachitos del Leoncio Prado. “¡En Huatica!”, gritó mi tío abuelo, como si fuera el mismo Manco Cápac de la plaza, señalando la célebre calle a los cadetes de la novela. Entonces fui en busca de lo que quedó de esa calle, o de quien pudiera describirla sin pudor y con la luz de sus faroles de balcón en la boca.
“Mujeres muy guapas, guapísimas”, comenzó Veguita, con una voz pausada. “La cuarta cuadra estaba llena de europeas que solo hablaban de París en medio de La Victoria. Todas las noches salíamos de ronda y mi excusa era la mejor… yo era periodista: redactor en La última hora… eran otros tiempos. Uno no moría. Benzetacil reforzado de un millón (dos ampollas) y listo. No había sida, nada de esas cosas”.
Veguita ríe de mis carcajadas y me doy cuenta de que poco a poco nos alejamos de la tía Olga y de lo que fui a buscar. “Tantas mujeres, y todas bellas”, dice, como si aún pudiera tocarlas. Y claro que lo hacía. “El Parkinson me devolvió la juventud. Volví a masturbarme como un chiquillo”, dice, y esta vez los dos reímos a carcajadas, que vamos callando porque la hermana asoma por el pasadizo.
“¿Y la Pies dorados, existió?”, pregunto. Lourdes Mindreau, la actriz que la caracterizó en la película de Lombardi, me dijo que conoció a mujeres que le hablaron de ella. Su respuesta fue tajante. “Vargas Llosa me cae mal. Eso debe ser un invento. Lo que sé es que en la cuadra cinco había una ecuatoriana y ahí trabajaba una mujer de la que se enamoró. Le decían La Mona. ¿Sabes quién más me cae mal? ¡Cortázar! Me hartan esos narradores lineales que creen que descubrieron la pólvora porque movieron aquí y allá. ¡Él nunca va a pisar la alfombra de Borges! ¡Pero no hablemos más de Cortázar!”
Me mira y regresa a Huatica. “Nos reuníamos a conversar, a pasar la noche. Muchos detestaban sus hogares, a sus esposas. Nunca tuve nada en contra del matrimonio, porque me tocaron mujeres casadas bellísimas… Así éramos felices todos, hasta los infelices… pero debo decirte que la prostituta es alegre hasta que descubre que está perdiendo la juventud. Así vi mujeres desmoronarse. Carmencita Metallana… la querida del presidente. Bailaba desnuda para Odría, pero él tenía su burdel preferido: Mabel, en la plaza México. Cuando llegaba el general con su gabinete nos botaban a todos. Y ni hablar de la prima de Belaunde. ¡Sí! Su prima Raquel Belaunde tenía un burdel también… Ah… conocí mujeres brillantes, inteligentes, una con voz de soprano. Hacíamos un coro y nos la pasábamos cantando, abrazados. Y la que más hablaba de París trabajaba en el prostíbulo más extraordinario, porque era el lugar más barato para una cerveza. Entonces quise conocer París. Y conocí París, sí. Pero esa historia ya la contó Toño Angulo Daneri. Conocí Europa gracias a una mujer que logró vengarse de su marido muerto, deshaciéndose de su biblioteca entera. Me la cedió. Yo vendí todo para emborracharme en Venecia… ¿Y a ti? ¿Por qué te brillan los ojos?”, preguntó.
Sonreí sin decir nada. Pensaba que había ido a Matute para saber de la tía Olga, pero me di cuenta que estaba ahí para escuchar de esos mundos prostibularios, de boleros y de amantes que quebraban sus cuerpos como las ampollas de benzetacil que describía Veguita.
Quizá eso me interesaba de Huatica. Reconocer aquel lugar, más allá del simple puterío, como un infierno voluntario en el que la fiebre podía tocarse en la frente del otro y ser un espejo sin pudor para el amor, para el dolor, para las historias que uno teje con otro sin explicación. Huatica debió ser también un lugar para los amantes y su manera particular de tocarse, de mirarse, sabiendo que serían siempre lo menos importante y sin embargo, de alguna manera, lo esencial. Irían juntos para deshacerse del freno: para lastimarse, sobrevivir, amar y regresar. “Ahí, ahí debimos conocernos”, pensé, regresando a las viejas historias de las que no hablé con Veguita.
“Uno hasta se enamoraba. Sí, había seminoviazgos. Era una fiesta eterna. El erotismo se respiraba sobre la mesa y en la cama. Recuerdo una mujer de la calle América. Cuando me pidió que le invitara una cerveza, después de mandar a la mierda a un malcriado, le dije que solo tenía para cuatro… Ella rió y, después de las cuatro, invitó. Duramos seis meses. Vivía al lado del cine Country. Pero enamorarse a esa edad me privaría de mi desarrollo natural. Después tuve una negrita que creía que yo era ladrón… pero háblame de tu tía. ¿Qué sabes o qué es lo poco que sabes?”
“La más bella de todas las mujeres de la familia”, me dijo mi tío B. Ayacuchana. Le perdieron el rastro hasta que supieron que vivía en Huatica, después en el Callao, y claro, que era prostituta, loca, una puta… una vergüenza. Murió en el 83. Poco a poco me voy enterando, preguntando, peleando. Creo que me fascinan las historias tristes. Sé que se hizo puta porque le quitaron a los hijos y que murió con los pulmones reventados, llevada en una carretilla para ser enterrada en una fosa. Y pasaba un cura conocido de Huanta (porque ella regresó) y a insistencia de quienes empujaban la carretilla, la bendijo de lejos, casi corriendo en dirección contraria y esperando que nadie lo comentara. Sus hermanos nunca más hablaron de ella. Nadie. Solo mi tío abuelo, que cuando la recuerda dice Olga, Olguita mordiéndose los labios y apretándolos como si recordara un bolero, su cintura… qué se yo.
“Oh… una puta en la familia, un tesoro para ti ¿no? Qué más podías pedir. Busca en la beneficencia pública, pero con su alias. Se ponían alias. La policía jodía mucho. Hay un amigo que quiero que conozcas: Roberto Prieto. Él escribió un libro maravilloso sobre la historia de la prostitución en Lima, Guía secreta: barrios rojos y casas de prostitución en la historia de Lima.Búscalo y regresa cuando tengas el alias de tu tía, el nombre de batalla, así hablaremos mejor y me contarás más”, sentenció Veguita, el maestro de la pendejada ilustre, como decretó Eloy Jáuregui. Veguita, el último sobaco ilustrado. “Y sin bolita mágica”, agregó en sus palabras de despedida. Y sin el alias de la tía Olga y sin haber regresado a verlo, a contarle, a hablar por horas de mis propias luces de balcones imaginarios en la Huatica que no conocí, también digo: adiós, Veguita.
“En un periódico escribieron que Jorge murió en las peores condiciones, en un hospicio para ancianos indigentes, abandonado incluso por su familia, pero eso no es cierto. Yo mandé una carta al diario que lo publicó pero no tuve más noticias. Estuvimos con él todo el tiempo. Se paraba cayendo, estaba muy mal. Nosotros también somos personas mayores y con mucho esfuerzo lo internamos en una casa de reposo, pero murió a los dos días”. Esto dice Carmen Vega, la hermana, sosteniendo la foto de Veguita que acompaña esta nota (las demás fotos pertenecen al libro Guía secreta: barrios rojos y casas de prostitución en la historia de Lima, de Roberto Prieto). Carmen, sonriendo un poco, lagrimeando, levanta los hombros: “Nunca me dejó tocar sus libros, ni a mí ni a nadie” agrega . Y coloca nuevamente
la foto sobre la mesa.