El hombre mediocre
Tomado del semanario Hildebrandt en sus trece.- Columna Divina comedia, por Pedro Salinas.- Dejó de lado su ideología estrafalaria. Aquella del nacionalpopulismo, que era, recordarán, como el pensamiento de los que sonríen con desprecio y enarbolaba frases cursis como “nacionalizar es compartir”, que sonaban a adelanto de expropiaciones y de asaltos a mano armada, a punta de decretos-pistola. O algo así. Pero no. Con Humala no hemos transitado hacia el fascismo vernáculo.
No cumplió con su promesa de sembrar odios y dividir al país en tutsis y hutus. Ni la nación se ha balcanizado. Tampoco ha implantado el etnocacerismo como doctrina. Y aun no se ha revelado como la reencarnación de Velasco Alvarado. Ni como su fotocopia. O su clon. No estatizó empresas ni fusiló homosexuales ni cocalizó la economía ni amnistió al locumbeta de su hermano (quien, ya saben, es un caso para los Expedientes Equis). Ni el Perú se ha convertido en una bota militar. O en un borceguí. No. Con Humala no hemos tenido a un jinete del Apocalipsis, frenético por galopar para acercarnos a la Cuba de los Castro o a la Bolivia de Evo. Ni a la Uganda de Idi Amín, que esa era otra. Tampoco hemos tenido a un sacristán del chavismo.
Jamás llevó a la práctica su deseo escrito de domeñar a la prensa, con el propósito de limitarla, enmascarando la censura con triquiñuelas, para ahogar la libertad. Ni la tolerancia ha sido abolida. No. Con Ollanta Humala las minorías extremistas y totalitarias no tuvieron las puertas abiertas para hacer de las suyas.
El Perú no se ha convertido en Tokio luego de ser arrasado por Godzilla. Ni en Nueva York después de haber sido atacada por una flotilla de naves extraterrestres. Tampoco se han cumplido los vaticinios terroríficos de nuestros profetas más connotados, que anunciaron “épocas de persecución”, “la ejecución de los opositores”, “peores momentos que los vividos bajo el régimen de Alberto Fujimori”, “migraciones masivas hacia el exterior ante la entronización de un sistema absolutista y dictatorial”. Menos podría describírsele como el trompetista del Día del Juicio Final. No. No ha ocurrido nada de eso. Con Humala ni siquiera se ha dictado una fatwa contra el Estado de Derecho al grito de “Isaac es grande”.
Ahora bien, ¿eso significa que hay que aplaudirlo? La cosa, si me preguntan, está más clara que una sopa de convento. Por supuesto que no. Para todos los efectos, Ollanta Humala sigue siendo un aventurero. Un improvisado. Un cascarón vacío y hueco, sin nada que ofrecer. Porque, vamos, la orfandad de ideas es algo que le sigue caracterizando como político.
El electorado votó por él porque consideró que era el mejor candidato, o el postulante menos malo, para enfrentar dos lacras que nos atormentan a los peruanos: la corrupción y la seguridad ciudadana. Pero en casi dos años lo único que nos ha demostrado es que, no solamente no tiene una visión sobre lo que hay que hacer ante este par de problemas, sino que su gestión es como un codazo en la cara.
Y es que el alarde de disparates, sumado a la sequía de planes y de intuiciones y de teorías, es tal, que prevalece la sensación que se pretende construir un edificio sin planos. O un Estado sin reformas. O instituciones sin principios. No sé si me explico. O si quedó claro. Es decir, con Humala uno tiene la impresión que nos han entregado un pasaporte hacia ninguna parte. Y que su ideario es tan inasible como el mercurio. Y que el Perú sigue siendo una lotería. Es eso.
Porque vamos. No es que se trate de una oportunidad perdida más, sino que lo nuestro ya parece un estigma. O una maldición. Miren, si no, a Ollanta Humala. Y mírenlo fijamente. Se trata de alguien que “no tiene voz, sino eco”, como está escrito en el libro de José Ingenieros. Alguien que no crea, que no innova, que no empuja, que no rompe moldes ni paradigmas. Alguien que se ha adaptado al aburguesamiento y holgura que da el poder. Alguien que piensa que manejar en piloto automático es lo mismo que ser estadista.
Sí, es verdad. En lugar de un arúspice del desastre, que era lo que temían muchos, ahora tenemos a un jeremías de la mediocridad. Pero de una mediocridad acusada, milimétrica, absoluta. Y hasta infinita, les cuento.