Una tarde hace exactamente cinco meses, una pared del hostal “San Valentín” se derrumbó. El personal de la Casa Mariátegui sintió el estruendo y el remezón de un temblor. Algunos trabajadores dejaron sus oficinas e hicieron lo que todo el mundo en estos casos: corrieron hacia la puerta de salida.
En la calle, la vida continuaba con normalidad: la normalidad en la última cuadra del Jirón Washington en el centro de Lima son miles de oficinistas, comerciantes y estudiantes que circulan como hormigas trabajadoras, decenas de “tramitadores” apostados en la sede que comparten la SUNAT y la ONPE ofreciendo como pregoneros sus servicios para escapar de la burocracia estatal y de fondo el concierto que los microbuseros entonan a diario con sus claxon.
Como el mundo seguía impávido, pero el sonido de un temblor difícilmente se lo inventa el oído, Ricardo Portocarrero, el historiador que dirige la Casa Mariátegui ordenó a las seis personas que trabajan en el museo —cuatro trabajadores administrativos y dos guardias de seguridad— buscar la causa de esa suerte de temblor privado que acababan de experimentar.
Subieron al techo del museo y comprobaron lo que ya sospechaban: el hostal “San Valentín” era el culpable. Se había desplomado una pared del hostal abriendo un surco de punta a punta en uno de los muros de la Casa Mariátegui, muchas décadas atrás el comedor para los estudiantes sanmarquinos que alquilaban un cuarto en la casa del Amauta.
La convivencia entre los opuestos, por lo general, engendra enemistades. Era previsible una relación chirriante entre una institución que busca preservar un legado político y cultural y un negocio destinado a brindar cobijo a los amores comerciales. Sin embargo, hasta antes del derrumbe la convivencia entre la Casa Mariátegui y el hostal “San Valentín” había estado provista de la armonía que asegura la indiferencia.
La orden inmediata fue cancelar todas las actividades del museo y cerrar las puertas hasta nuevo aviso. La frase hasta nuevo aviso en la burocracia estatal es lo más cercano a una partida de defunción.
Las veladas literarias o conversatorios políticos que se organizaban en la casa iniciaban a las siete de la noche y se extendían hasta las nueve y media. Mientras que el amor de alquiler que se oferta en los alrededores de la avenida “28 de julio” (clientela fiel del hostal) recién encendía la jornada a partir de las once. Sin choques de horarios ambas locales podían ignorarse civilizadamente. El derrumbe lo cambio todo.
Tras inventariar los daños, Portocarrero hizo lo que un funcionario de rango medio/bajo hace en estos casos: comunicó al Ministerio de Cultura. La orden inmediata fue cancelar todas las actividades del museo y cerrar las puertas hasta nuevo aviso. La frase hasta nuevo aviso en la burocracia estatal es lo más cercano a una partida de defunción.
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Tres semanas después del derrumbe, apareció el primer inspector de la Municipalidad de Lima. Con una libretita en mano y el inconfundible hábito de los trabajadores municipales llegó, observó los muros de quincha y adobe desplomados, un techo colgante, un pasadizo más inclinado que la Torre de Pisa y con mucha diligencia dictaminó: "Hostal San Valentín. Clausurado". A las horas, la administración del hostal decidió que no podía dejar sin aposento a su distinguida clientela y decretó su reapertura. La Municipalidad nunca más volvió.
“San Valentín” funciona desde entonces con la desvergonzada alegría que da la impunidad. La Casa Mariátegui permanece cerrada purgando la condena que la burocracia le ha impuesto.
A partir del derrumbe los días para el director de la Casa Mariátegui y su reducido equipo de trabajo se convirtieron en una procesión de solicitudes, informes, correos electrónicos, primero para que se aprobara las refacciones que necesitaba la casa, luego para lograr su reapertura.
Para convertir la Casa Mariátegui en museo tuvieron que pasar 64 años y once mandatarios, entre dictadores y presidentes constitucionales. ¿Cuánto demorará su reapertura? Ya han pasado cinco meses, dos ministros de Cultura y continúa la cuenta.
El daño sufrido por la casa no fue mayúsculo, solo la pared de una sala se estropeó. En este tiempo de cierra puertas, con la caja chica que maneja el museo, Portocarrero mandó restaurar no solo el muro agrietado que ahora por precaución está apuntalada por una viga en el lugar donde surgió la rajadura, además cambió cerraduras, inventarió cuadros, libros, fotos, y remozó la casa.
Por precaución y no por temor de un nuevo derrumbe, las oficinas se mudaron a la sala principal. Una de las esquinas de esa sala es el 'rincón rojo', aquel lugar de culto para la izquierda peruana en el que Mariátegui recibía a políticos, escritores, artistas y trabajadores. Hoy, el 'rincón rojo' luce abarrotado de escritorios, sillas, ficheros, lapiceros, clip, ese material de rutina que exhiben las oficinas como testigos mudos del tedio. El peso de la burocracia aplasta el mito del pasado.
Hace menos de un mes, atendiendo todo tipo de precauciones, las puertas de la Casa Museo Mariátegui estuvieron a nada de abrirse nuevamente, pero antes arribó el infortunio. Con tres meses de retraso, la Municipalidad de Lima envío un informe al Ministerio de Cultura alertando sobre el peligro que significaba los endebles cimientos del hostal "San Valentín". El reporte reseñaba una obviedad, pero la burocracia además de todo suele ser inoportuna.
“San Valentín” funciona desde entonces con la desvergonzada alegría que da la impunidad. La Casa Mariátegui permanece cerrada purgando la condena que la burocracia le ha impuesto.
En esos tres meses de retraso municipal, los trabajadores de la Casa Mariátegui ya habían reportado los pormenores a Cultura. Basados en esos informes, el Ministerio había autorizado las reparaciones que hoy luce la casa. Pero por ese oscurantismo burocrático que es como una mancha verde en el rostro del Estado, la secretaria general del Ministerio desconocía las acciones tomadas por la Dirección General de Museos. Cultura dio su veredicto: la casa no se reabre.
Además, estableció que el Colegio de Ingenieros revalúe las reparaciones y precauciones arquitectónicas que necesitaba la casa del Amauta.
La primera visita se produjo sin aspavientos. “Necesito regresar con un equipo de peritos”, dijo el ingeniero. No dio fecha de retorno, salvo algunas anotaciones que poseen el lastre de la obviedad: el hostal “San Valentín” constituye un riesgo de derrumbe inminente.
Los dados están echados: la Casa Museo José Carlos Mariátegui permanecerá con las puertas cerradas lo que resta del año, mientras el hostal "San Valentín" continuará celebrando la existencia de ese gran bostezo que es la burocracia.