Alargada, menuda y de color madera, la zambapala es un insecto que a primera vista parece un conjunto de minúsculas ramitas que de pronto, imantadas de vida, empiezan a moverse. En Perú también se le conoce como “palito viviente”; en Colombia, país de libérrima imaginación, se le llama “matacaballos” porque se cree que las bestias que se comen estos insectos mueren envenenadas. Los nativos de Barbados en las Antillas menores las conocían como “caballos de dios”, los Hñahñu de México “caballos del diablo” y los indígenas Jíbaro-Aguaruna, por su lado la bautizaron como “palitos del demonio”. En Nueva Guinea se baja la mirada en presencia de estos insectos, cuyo nombre genérico es insecto palo, pues, afirman, pueden matar con tan solo mirárseles. 

En “Los días del Zambapala”, la primera novela del físico e inventor peruano Fernando Valencia, el protagonista de la historia, un niño de nombre Claudio, nacido en el norte del Perú apenas iniciado el nuevo siglo,  descubre en el vientre de cada zambapala una letra diferente que lo iniciará en el oficio de anticipar el futuro. 

El libro es una abigarrada mezcla de misticismo, religión y predicciones, a la que cualquier crítico le objetaría valor literario, aunque sin regatearle un ápice a la desbordada imaginación de su autor –según la historia, la zambapala es parte de la corona de espinas de Jesucristo y cobra vida al contacto con su sangre-.   

La zambapala puede mimetizarse en los árboles hasta pasar desapercibida.

Esta novela bien podría pasar a formar parte del cajón de excentricidades de un científico—Einstein, por ejemplo, tenía un armario lleno de trajes, camisas y zapatos del mismo modelo y color. El genio de la relatividad odiaba perder tiempo combinando atuendos— pero Valencia, sentado con el libro entre sus manos en su laboratorio científico -que es más bien una desangelada cochera- del distrito de Chorrillos, asegura que bajo las predicciones de su novela respira, exultante, el más puro y consistente método científico. 

Este inventor peruano que a primera vista no parece un excéntrico, desborda un entusiasmo por sí mismo. Mientras enumera las predicciones de su novela alcanza los mismos decibeles de emocionada entonación que cuando explica las aplicaciones de sus inventos en el campo de la industria y la medicina. 

Valencia acaba de ganar, hace algunas semanas, el primer puesto del Concurso Nacional de Invenciones que organizó el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (INDECOPI). Más adelante explicará su intención de hacer combustionar el agua y convertirla en energía, pero ahora la pregunta es inexcusable.

- ¿Dónde está la ciencia en las predicciones del libro?

- La correlación de hechos en ciencias y física se usa frecuentemente. Entonces, evaluando los síntomas de un hecho, los físicos podemos predecir algo. No estoy siendo adivino, solo estoy usando la ciencia para analizar el mundo.

Valencia medita un instante sobre su teoría sobre la predictibilidad de los hechos. “Supe que el Papa iba a renunciar. No me lo vas a creer, pero los físicos tenemos una cosa de ver. He acertado con el 90% de mis predicciones”. Por un momento suena menos a un científico reputado y más a un adivinador televisivo.

 El libro se publicó en el 2008 y con cierto orgullo Valencia cuenta que su editora fue la periodista Blanca Rosales. Si bien en sus páginas se habla de la renuncia de un Papa que arguye “estrés, surmenage”, este Papa es polaco y el único polaco que llegó a Papa no renunció. Se murió. 

Otro pronóstico anuncia un ataque químico que mata, mediante la contaminación del petróleo, a 200 mil personas en el suroeste de los Estados Unidos en el 2018. 

Y en el ámbito local, entre las cotidianas debacles políticas, Valencia predice el crecimiento de la exportación de la quinua, que ya hoy es una rentable realidad. 

“Hablo de atentados que va a haber en Estados Unidos. Mi novela es entre predicciones y disparatadas alucinaciones que se van ajustando por una concatenación de eventos”, dice. 

En países como el Perú en los que los prejuicios están tan arraigados en las gentes como las letras del Himno Nacional, y no se perdona estar fuera del estereotipo, publicar un libro con una afiebrada historia y afirmar que las predicciones son producto de la ciencia, siendo un científico, es un guiño a la locura o una inconsciente irreverencia.

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A los trece años, la misma edad en la que la mayoría de púberes se enemistad en la secundaria con los cursos de ciencia para toda la vida, Valencia leyó los libros de física de Sabato-Maiztegui y se convenció de su vocación. Fue el menor de seis hermanos. No el engreído, pero sí el menor. Hijos de un mecánico minero arequipeño, los hermanos de Fernando se encaminaron por carreras de ciencia. Ingeniería industrial y civil. Carreras lucrativas. Él fue la peregrina excepción: se hizo físico. 

Su padre con un pragmatismo a prueba de argumentos le advirtió que como físico se moriría de hambre. “Aún hoy me dicen: Eres físico y qué otra cosa haces para vivir. Igual que a los músicos”. En el Perú, un país que invierte por año solo S/. 300 millones en ciencia y tecnología —Chile invierte más del triple—, los músicos y los científicos comparten la misma aciaga suerte.  

Valencia posa con excesiva seriedad junto a su inventos, incluido su novela.

Tras llegar de Arequipa, la familia Valencia se instaló en el distrito limeño de Breña. Todos los hermanos vivían en un solo cuarto. Allí Fernando conoció a Pío Silva, un prodigioso estudiante de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), quien durante los siguientes años sería el ejemplo a emular. 

“Creo que ahora trabaja en la Ericsson. En ese entonces, él era nuestra admiración. Era un tipo relajado, nada que ver con la imagen que se tiene de un ‘nerd’". 

En casa de los hermanos Valencia se hablaba casi tanto de ciencia como de Literatura. Fernando recuerda haber leído en ese período de iniciación literaria a los escritores peruanos José María Arguedas, Vargas Llosa y un cuento, en particular, de Manuel Beingolea “Mi corbata”. También al colombiano Gabriel García Márquez. “Cien años tuve que leerla dos veces para gozarla bien”. 

Y aunque no logre atinar con el nombre, cuenta una historia que se asemeja al “Gato Negro” de Edgar Allan Poe. “Ah, sí pues Poe”, asiente. Hacía el final de la conversación desdeñará las novelas de Bryce Echenique y, en cambio, recordará con viva emoción “Verónica decide morir” de Paulo Coelho, echando un crespón sobre sus gustos literarios.

A dos años de iniciada la carrera de Física en la UNI, Valencia abandonó los estudios. Entonces dejó de emular a Pío, y empezó a copiar a su padre. 

Valencia se volvió un minero. Era la década del terrorismo. En el país quebrado económica y socialmente, una de las pocas actividades productivas que sobrevivía era la minería. Con la demanda de metal, ni Sendero pudo. 

Trabajó en las minas de Milpo y Chapi, cambiando llantas a las gigantescas máquinas que remueven el mineral. Era un muchacho de diecinueve años. Era un trabajo rudo. Su padre quería convertirlo en ‘hombre’.  

Ahora, más de treinta años después, a Fernando le es difícil determinar si cuajó su virilidad, pero el socabón le enseñó disciplina y perseverancia, valores indispensables para su labor de inventor, afirma. 

Aunque lo niegue Valencia es un hombre obsesivo. Ante un problema no resuelto -por estos días combustionar las moléculas del agua- lo asalta la angustia. El sudor de apodera de sus sienes y entonces no resiste las sábanas de su cama y regresa al laboratorio. 

Entonces, ese pequeño recinto perdido en la indefinición de cochera y laboratorio científico es testigo de su andar infatigable como el hombre que espera en la sala de un hospital la resolución del nacimiento de su primer hijo. Fernando aguarda la inspiración. Es después de todo un artista. 

Valencia regresó a las aulas de la UNI en 1995, tras diez años de ausencia. En esos años, recuerda, no había “chamba” y mientras estudiaba tenía que enseñar en diversas academias e institutos. “Pero no era lo mío. A mí me gustan las cosas operativas y de construcción”. Una vez más, los años junto a su padre en las minas habían marcado su derrotero. 

Cuando terminó la carrera hacía finales del 2000, regresó al trabajo en minas. Ya con la experiencia consolidada en mecánica se convirtió en el jefe del montaje de la operación eléctrica de una mina de oro. Era el multimillonario proyecto del minero Eduardo Hochschild, en el departamento Abancay.

Pero, ahora, Valencia está sentado en su mesa de creador científico, con sus trofeos hechos de mármol y cristal en perdidos entre los rústicos prototipos de sus inventos, sus libros aún embolsados en un rincón del taller y en lo alto de una pared un póster de Einsten, otro de Los Beatles y uno más del mítico Freddie Mercury. Sus ídolos.  "Te imaginas que canciones tendríamos si viviera Freddie. Cómo se lo llevó el Sida". 

En el Perú, un país que invierte por año solo S/. 300 millones en ciencia y tecnología —Chile invierte más del triple—, los músicos y los científicos comparten la misma suerte.

Cuando en el  2004, Fernando Valencia ganó un premio del Ministerio de Comercio Exterior y Turismo con su primer invento: un dispositivo para medir la adecuada temperatura en la combustión de hornos supo que no volvería a trabajar en una mina.

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Hace cinco años, tres párrafos de una nota en El Comercio describían a Fernando Valencia como un hombre sin apariencia de científico. “Cómo va a escribir eso, pues”, dice el inventor peruano con un amague de forzada sonrisa, mientras me muestra el recorte del periódico sobre la mesa de su laboratorio “taller”, una cochera rectangular de veinte metros cuadrados, con paredes de ladrillo mal pintadas de blanco, ubicado en el distrito limeño de Chorrillos. Vista desde la calle, ni la fantasía más audaz imaginaría que detrás de aquel portón negro y metálico, un científico busca cambiar el mundo. 

Es verdad que la imagen de Valencia no se condice con la del tópico del científico ni la del inventor. Valencia no usa bata de médico —aunque luego buscará y se pondrá una para las fotos— ni lentes con fondo de botella. Es más bien un hombre moreno, de estatura baja, y vestido con una camiseta oscura como en estos momentos, bien podría ser confundido caminando por la calle con cualquier otro mortal que se dedique a profesiones menos sofisticadas como la ferretería o la albañilería. 

La nota de El Comercio hacía referencia a un invento por el cual el físico ganó en Uruguay el primer puesto en el Congreso Latinoamericano de la Asociación de Terapia Oncológica: el “Espirómetro”, un artilugio que gatilla con precisión de cirujano la radiación sobre los tumores, disminuyendo considerablemente el riesgo de dañar el tejido sano. Este no fue el primer invento de Valencia, aunque sí el que más se relacionada con su especialidad: master en Física Medica, con mención en Cáncer. 

En países como el Perú en los que los prejuicios están tan arraigados en las gentes como las letras del himno nacional, y no se perdona estar fuera del estereotipo, publicar un libro con una afiebrada historia y afirmar que las predicciones son producto de la ciencia, siendo un científico, es un guiño a la locura o una inconsciente irreverencia.

Hace algunos años viajó a Hungría con su peculio y contactó a especialistas en la lucha contra esta enfermedad. Regresó a Perú con técnicas novedosas en el tratamiento contra el cáncer, peregrinó por clínicas y hospitales, y se reunió con las principales autoridades en salud del país, pero más allá de buenas intenciones, recuerda Valencia, no logró más que recolectar tarjetas. 

El “Espirómetro” que elaboró de la mano del exministro de Salud Luis Pinillos Ashton y del doctor Alberto Lachos Dávila, actual jefe del Departamento del Medicina Nuclear del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas se utiliza en este hospital con la misma frecuencia que sale el sol en la Antártida. “Una vez, una paciente tenía un abundante tejido mamario y el tumor era demasiado movedizo para el tratamiento de radiación, entonces me llamaron para tratarla con el Espirómetro”. Pero hasta allí.

En noviembre del año pasado, tras decenas de llamadas y correos electrónicos, la gerente de Transporte Urbano de la Municipalidad de Lima, María Jara, le dio una cita. Valencia tenía un nuevo invento: el Symisia, un dispositivo capaz de registrar electrónicamente el lugar en el que los autos excedan el límite de velocidad y enviar la información a una “nube de datos”. "Desde esa nube los policías pueden tener la información filtrada de cada vehículo". El invento esta listo para un programa piloto, y Valencia había conseguido que un empresario minero se comprometiese a donar los primeros mil ejemplares.

El día de la reunión en la sede de la Gerencia de Transportes en el centro de Lima, a Valencia lo esperaban catorce abogados, encorbatados y desdeñosos, pero ni rastros de María Jara. Durante la exposición del funcionamiento del Symisia, algunos de los letrados cuchicheaban como cotorras, otros picoteaban con los dedos afanosamente sus teléfonos celulares, al final de la reunión le preguntaron a Valencia si su ‘aparato’ tenía ISO, Valencia le respondió que no; le estrecharon la mano y le prometieron que lo llamarían. Más tarjetas. 

“Si hubiera utilizado el Symisia, se hubieran ahorrado el escándalo de las fotopapeletas. La información de la cámara fotográficas se hubiera contrastado con la nube de datos del Symisia”. Ambos proyectos relucen en las mesas de trabajo del taller del inventor peruano. No duermen el sueño de los justos, respiran la impaciencia de un nuevo descubrimiento, esta vez a manos de un atento inversor.

Valencia se graduó de una promoción de veinte físicos, la mayoría de ellos, sino todos, se fueron a Brasil, el coloso sudamericano, donde encontraron el apoyo para sus investigaciones. Valencia durante los últimos años viajó por Estados Unidos, Hungría y Canadá, en este último país le propusieron quedarse a trabajar. El físico nacional prefirió regresar. Insistir en radicar en el Perú creando inventos científicos parece ser su mayor excentricidad.

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El Salón Internacional de Invenciones y Tecnología de Ginebra, en Suiza es algo así como la fiesta del Oscar de los inventores. Cada año esta feria, la más grande del mundo, recibe inventos de más de 40 países y por sus stands desfilan más de 60 mil personas, entre inversores, socios industriales, distribuidores y curiosos. No existe mejor escaparate para para exhibir un invento e intentar seducir a industriales y financieros en búsqueda de innovaciones. 

En la feria de este año se presentaron inventos tan estrafalarios como un zapato de tacón desmontable, así como otro de uso tan concreto como un “Sistema de seguridad de altura regulable para puertas peatonales”. Este último invento le mereció al empresario peruano José Ramón Ostaicoechea la medalla de bronce de la feria. 

En los 41 años de existencia del Salón Internacional de Inventores solo un peruano ha conseguido la medalla de oro. Se trata nada menos que del exministro aprista Hernán Garrido Lecca, que además de economista y lobista feroz, obtuvo el máximo galardón por su “Cubeta de hielos 1 x 1” en 1997. 

En abril del próximo año, Fernando Valencia viajará a Ginebra para mostrar su Redisuener o “Reactor de digestión por sumidero de energía”. La complejidad del nombre está en estrecha correspondencia con lo complicado del mecanismo. En cristiano, el científico ha creado un reactor que genera un plasma —ese cuarto estado de la materia del que está compuesto la mayor parte del universo— que alcanza los 6 mil grados centígrados, la misma temperatura de la superficie solar.

 La combustión en este plasma es capaz de desintegrar basura orgánica y humos, para luego convertirlos en energía. El plasma ya lo producen gigantescas compañías como Westinghouse, solo que mientras Westinghouse usa medio megavatio de potencia, Valencia ha conseguido producir plasma con solo cuatro amperios y un poco de gas, una diferencia de mil a uno.

En este proyecto, el inventor peruano ha trabajado por más de siete años. De hecho, es el piso superior de un invento con el cual ganó en el 2007, una licitación para tecnificar la producción de los ceramistas de Chulucanas, un pequeño pueblo del departamento de Piura, al norte del Perú. Valencia viajó en diciembre de ese año hasta el pueblito conocido por el arte de sus ceramistas para incorporar en los hornos con los que ahúman sus cerámicas un reactor que combustionara los humos, deteniendo la emisión y, por ende, la contaminación ambiental y generando energía con las partículas electrificadas.

Ese viaje también lo llevó sin esperarlo hasta la zambapala. Fue en Chulucanas donde el menudo insecto cayó sobre su brazo y, despertó su curiosidad casi entomológica.  Valencia a sugerencia de un vigilante le dio vuelta al insecto y notó una marca que interpretó como una letra. Allí mismo nació su novela y allí mismo en Chulucanas puso en práctica, por primera vez, el invento que dentro cinco meses lo llevará a estar en frente de los principales inversores del mundo.

“Este invento les abrirá la puerta a todos los demás”, dice señalando el Redisuener. Pero, ahora, el físico peruano ha pedido que le alcancen su bata blanca para acentuar su imagen de científico para las fotos. Mientras se la coloca el inventor sueña: “¿Te imaginas si logro combustionar el agua? De hecho me llevo el primer puesto”. 

Por lo pronto, el inventor ha tenido éxito en todas las pruebas preliminares. Aunque las moléculas del agua evaporada enfrían el reactor, solo es cuestión de tiempo para que la combustión sea un éxito, afirma. Esta noche el científico caminará por su cochera infatigablemente, según ha aprendido el desvelo y la soledad son la única fórmula para hallar la solución.

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