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La verdad genética sobre el racismo

Publicado: 2011-12-17

Todo colectivo humano es etnocéntrico, en el sentido de que hace una distinción, con frecuencia muy tajante, entre el grupo al que nosotros pertenecemos y el grupo al que pertenecen los otros.

Para aquellos individuos que pertenecen a nuestro grupo tenemos relaciones de cooperación, solidaridad, afecto y aprecio. Para con los otros, solemos establecer relaciones más marcadas de competencia, rivalidad y, con frecuencia, de extrema desconfianza.

Todos pertenecemos simultáneamente a muchos grupos diferentes frente a los cuales nos reconocemos como nosotros, siendo éstos como círculos concéntricos o en expansión, como lo denomina Peter Singer en su famoso libro The Expanding Circle: Ethics, Evolution and Moral Progress.

Estos círculos concéntricos son nuestra familia nuclear, nuestra familia extendida, nuestro grupo social y racial, nuestro país, los hablantes de nuestra lengua y quienes comparten nuestra cultura, los seres humanos, los primates, los mamíferos, los seres vivos.

Nuestros lazos de cooperación y sentimiento de responsabilidad moral son más fuertes frente a los individuos que pertenecen a los círculos más pequeños y van debilitándose en tanto interactuamos con individuos que pertenecen a los círculos más amplios. Así, todos sentimos gran responsabilidad moral, obligaciones de cooperación y afecto frente a nuestros familiares más cercanos, pero esos sentimientos se van debilitando progresivamente en tanto interactuamos con individuos que pertenecen a los círculos más amplios, y estamos más dispuestos a competir con ellos por la supervivencia o, simplemente, por obtener lo que consideramos nos corresponde o necesitamos.

Hasta aquí todo esto es normal consecuencia de la adaptación de la especie al medio y de los diversos grupos humanos a sus respectivos entornos físicos y sociales. La mayor parte de animales sociales comparten con nosotros mecanismos básicos de cooperación y competencia. Pero el progreso moral es un fenómeno solo humano y está asociado a la capacidad de sentirse moralmente responsable de aquellos individuos que pertenecen a los círculos más amplios y más alejados de uno. Así pues, progresamos moralmente tanto como especie, como cultura y como individuos, cuando nos sentimos moralmente responsables no solo de los círculos de individuos más cercanos a nosotros sino también de los más alejados. No es meritorio sentirse vinculado afectivamente, así como moralmente responsable, de los propios hijos; y sin duda es más valioso ser solidario con personas desconocidas, de otras culturas y de otras "razas".

Esto nos conduce al tema del racismo. Podría pensarse, a partir de lo dicho, que el racismo es un mal natural e indeseable, pero inevitable y comprensible. Eso no es cierto. De hecho, no es natural ser racista, el racismo es algo culturalmente aprendido, pues las razas humanas técnicamente no existen. En sentido estricto, solo hay una raza humana, el homo sapiens; lo que equivocadamente solemos llamar "razas", son solo variaciones genéticas insignificantes en términos del genoma humano. El color de la piel, la forma del cabello o la forma de los ojos, por poner algunos ejemplos, son modificaciones muy pequeñas de nuestro genotipo, tanto que no acarrean ninguna diferencia estructural o cognitiva del resto del genotipo de los individuos.

De hecho, las modificaciones de aquello que equivocadamente llamamos "razas humanas" no deben tener más de unos cien mil años que es cuando, se supone, se produjo una de las salidas de África de los diversos grupos de humanos que poblaron las diferentes zonas del planeta, adaptándose al medio para sobrevivir exitosamente.

Así, aquellos que poblaron el norte fueron adoptando un color más claro de piel por la necesidad de aprovechar lo más posible los rayos solares y los beneficios que ellos traen consigo, en zonas del mundo donde éstos son menos fuertes. Quienes se quedaron en el trópico no tuvieron que producir esa adaptación, con lo cual conservaron su piel oscura, pero, naturalmente, esto no trajo ninguna otra consecuencia genética.

De hecho, el cerebro humano, según se cree, ya tenía las características fundamentales que tiene ahora, desde hace unos doscientos mil años, unos cien mil años antes de la llamada "salida de África". No es pues natural ser racista, aunque sí es natural sentirse más comprometido por los individuos más cercanos que por los más lejanos; pero es moralmente más valioso sentirse comprometido por aquellos que están más alejados de nosotros, es decir, por quienes pertenecen a los círculos más grandes.

Pero, ¿si no es natural ser racista, por qué tantos individuos y grupos humanos lo son? Esta es una desafortunada consecuencia de dos causas: en primer lugar, de la ignorancia, es decir, de suponer que hay razas superiores o que tienen cualidades de las que otras carecen, y razas inferiores.

Este error era frecuente hasta hace relativamente poco tiempo; incluso durante el siglo XIX importantes intelectuales sostenían esa tesis, hoy científicamente demostrada como falsa. Pero la causa principal que fomenta el racismo es las relaciones de dominación entre grupos humanos.

Los rasgos de los grupos dominados (sea su color de piel, su forma de vestir, su lengua, sus gustos gastronómicos o los deportes que practican) tienden a ser desvalorizados y evitados, pues los individuos que poseen estos rasgos son reconocidos como pertenecientes a los sectores desfavorecidos, mientras que los rasgos de los sectores dominantes son admirados, buscados, valorizados e imitados, pues lo presentan a uno como parte del grupo más favorecido.

A su vez, el solo hecho de ser reconocido como miembro del grupo dominante le trae a uno, y a los individuos más cercanos a uno, muchas ventajas adaptativas. Por eso aún sobrevive el racismo. Pero el racismo no tiene justificación científica, es un vicio moral y es el producto de la ignorancia.

Pablo Quintanilla

Ph.D en Filosofía en University of Virginia. M.A. London University, King’s College. Filosofía de la mente, filosofía del lenguaje. Decano de la Facultad de Estudios Generales Letras de la PUCP.

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Pablo Quintanilla

Ph.D en Filosofía en University of Virginia. M.A. London University, King’s College. Filosofía de la mente, filosofía del lenguaje. Decano de la Facultad de Estudios Generales Letras de la PUCP.


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