Esa chica tiene swing
Ingreso a Frecuencia Latina por primera vez en mi vida. Tengo una sensación extraña: ocho años escuchando hablar de aquel canal, tanto tiempo metido en los dimes y diretes de su dueño, su gerente de programación, la famosa productora Toque X y el innombrable. Inmediatamente pienso que sería genial trabajar ahí, que no habría revancha más perfecta que salir de las sombras a las que fui conminado por él –y por mí mismo- y mostrarme ante cámaras como el periodista que soy hace más tiempo del que cualquier peruano imagina. Sin embargo, nada sale como se esperaba. Todo queda a medias, lo que es casi igual a decir que todo se fue al carajo, y mi carisma natural –si es que acaso existe- queda estancado al momento en que se prende la luz roja y uno debe, obligatoriamente, ser gracioso, despierto, afilado y ocurrente. Me quedo parco, no me enciendo, no hay onda, se perdió el feelling.
Yo, que tengo el ego de un pavo real, pienso que la culpa fue del resto. Que mi partner, el requetefamoso maquillador de las estrellas, tiene una onda diferente a la mía y que juntos no brillamos. Que yo estaba mal ubicado, entre medio de él y mi querido y talentoso amigo que conduce, y mi cabeza no paraba de girar hacia un lado y hacia el otro, sin saber a quién hablarle, para dónde enfocar mi centro de atención. De cualquier manera, pienso que las cuatro o cinco bromas que despertaron las pocas carcajadas de los presentes en el estudio las dije yo. Y asumo esto, claro está, por culpa de ese ego y aquel orgullo heredado de mi madre, que no me dejan aceptar que no soy una estrella, que no brillo y jamás seré bendecido con el don de la celebridad. Puta, qué aburrida es mi vida, tan común y corriente yo, tan igual a todos los demás.
La cosa mejora cuando, después de la entrevista quenoresultódeltodograciosa y en la que nohuboquímicanichispazos (mierda, para qué vine a Lima si fallé, si a nadie le importo ni le resulto genial), aparece en escena una chica con la que sólo había hablado por twitter. Carla García, esa mujer a la que todo el Perú conoce pero no tanta gente sabe realmente lo especial que es, llega alborotada al bar de Barranco en el que Beto y yo la esperamos sentados tomando un café, reprochándonos lo sosa que estuvo la entrevista que hicimos diez minutos antes en televisión nacional, y me abraza como si fuera una amiga entrañable a la que conozco de toda la vida. Yo hago lo mismo –y eso que soy parco y poco afecto al afecto físico- y compruebo que entre esa chica y yo pasa algo. Inmediatamente nos ponemos a cuchichear sobre todo: el bar en el que estamos, el look varonil y desalineado de una mujer sentada en la mesa de al lado, las cosas ricas que venden en la tienda de en frente, la infinidad de planes debemos organizar para mi semana de turismo limeño. Beto nos mira como si fuéramos sus dos hermanitos menores algo perdidos y siempre más contentos y alborotados de lo que él y su inteligencia prodigiosa están. Creo que le damos alegría, que lo corremos de su solemnidad, y eso me hace feliz porque lo quiero cada día más.
Ahora estamos los tres, Carla, Beto y yo, sentados frente al mar en un restaurante más viejo y nostálgico que cualquier otro lugar en el mundo. Hay vino blanco, tiraditos, conchas, langostinos apanados y ceviche de pescado. Hay dos personas a las que siento que conozco de toda la vida, que son mis amigos de siempre (¿estoy loco, soy stalker, me paso de lorna? Todo eso y mucho más). Hay un atardecer glorioso y un mar bravío y una Lima que vuelve a conquistarme a pesar de los momentos no tan buenos que viví en la tele, en la mañana, cuando me esforzaba por ser lo que no soy: una loca mala de lengua filosa, una maricona graciosa y rajona; una peluquera más de barrio que llega a la tele con sus brillos y lentejuelas y hace reír a todo el mundo con sus vulgaridades de salón de belleza y termina convirtiéndose en una diva insoportable que, según pasan los años, gana en patetismo y pierde en buen gusto serenidad. Perdón, me fui de tema.
Corre el vino, se prenden más cigarros, el mar sigue revoltoso y la noche se asoma. Y Carla, mi nueva súper amiga peruana, no deja de sorprenderme con su frescura, su gracia y su humildad. Me habla de sus amores y Beto la mira con cara de no le cuentes todo, que este pata lo cuenta todo, y ella repara en aquel detalle y me reprocha mi imprudencia, mi falta de contención ante los demás y sus irremediables exabruptos, aunque sigue confiándome cosas con detalles y sin filtros, tal vez porque sus ojos saben leer los míos y la complicidad se instala entre nosotros de manera natural. La charla sube, crece, se pone cada vez más intensa y llegamos, casi sin querer queriendo, a nombrar a su padre y a mi ex. Y recordamos traiciones que ocurrieron entre ellos que no, no voy a contar ni escribir porque algún filtro en esta vida me queda. Y yo le cuento, hablando de traiciones y con lágrimas contenidas en los ojos, que el hijo de puta fue tan hijo de puta que me reprochó haber usado su carro para ir al entierro de mi hermana. Y casi que los dos lloramos y no hubo mucho más para decir porque era hora de cambiar de tema y borrar los fantasmas del pasado, esos muertos que Beto me regaña cuando una y otra vez los resucito. Luego, como para consolarme, Carla suelta una frase que siempre voy a recordar: Olvídate, me dice, que ese huevón hijo de puta ya fue, ya nadie lo quiere. Y tú, en cambio, tú tienes la llave de esta ciudad.
Carla exagera porque me quiere. Recién me conoce y yo siento que me quiere y sé que no me equivoco porque a cierta edad y entre cierta gente de sensibilidad extrema las cosas simplemente suceden sin necesidad de razonarlas. Será por eso que el cariño que ahora siento por esa chica es algo que sucede así, de manera inexplicable. Y cuando termina la noche y los tres volvemos atravesando la costa oscura algo me dice que aquella magia que acaba de producirse entre los tres no termina ahí. Que Lima, Beto y esa chica de la que me enamoré -aunque no sea lo suficientemente hombre para amarla como ella merece y por lo tanto me conformaría con ser su amigo especial –estarán ahí, cada vez más cercanos, hasta que yo decida –y tenga el valor de- regresar.