ya acabó su novela

Rodrigo Fresán alaba a Stephen King

Publicado: 2012-06-01

Stephen King, buenas y malas

Vale decir: de gustos y colores… Mientras Nadal Suau declara despectivamente, en su reseña a 11/22/63 de Stephen King, que “el final es bonito”, Rodrigo Fresán publica en Radar Libos una muy elogiosa reseña del mismo libro, antecedida por una gran loa al autor de Cynthia Ozick subrayada por el mismo Fresán, admirador rendido del maestro King de los años 1974 a 1979. Luego vino un bajón pero, dice Fresán con euforia, ahora “volvió a dar en el blanco”.

Aquí la reseña:

Buenas noticias: con 22/11/63 –número uno de ventas en su país, uno de los mejores cinco libros del 2011 para el influyente y prestigioso suplemento de libros de The New York Times y “la obra de un maestro del oficio” para Time–, Stephen King vuelve a sus inicios, a lo más alto. A dar –nunca mejor dicho– en el blanco.

Y, de nuevo, la astucia de una fórmula (que no es otra cosa que la constante reformulación de uno de los Grandes Miedos Americanos) al servicio de un individuo que cuenta como pocos. Aquí y ahora –y desde entonces– el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy como el fin del Sueño Americano, el comienzo de la Pesadilla Made in USA y el Big Bang-Bang de la conciencia paranoide-conspirativa de todo un país que ya no cree ni volverá a creer en lo que le dicen sus autoridades. Así, esa soleada mañana de Dallas como los disparos de largada para una carrera oscura y sin retorno, como el momento definitivo en que todo se arruinó sin remedio. Y hacia allí –rumbo al pasado y regreso al futuro– viaja el maestro de literatura de treinta y cinco años y paradigmático everyman kinguiano Jake Epping para intentar más corregir que cambiar la historia y poner las cosas no en su sitio sino en un sitio mejor. Como Al Templeton le dice a Epping: “Si alguna vez quisiste cambiar el mundo, ésta es tu oportunidad. Salva a Kennedy, salva a su hermano. Salva a Martin Luther King. Evita los choques raciales. Tal vez pon fin a Vietnam… Podrías salvar las vidas de millones”.

Y la idea no es nueva: pocas cosas más atractivas que buscarle opciones a lo histórico. Philip Roth y Michael Chabon no hace mucho se dieron una vuelta por ahí con La conjura contra América y El sindicato de la policía yiddish. Y JFK –como Jesucristo, Hitler y Elvis– es un eterno favorito de las ficciones de historia alternativa y/o reescrita y de agujeros espacio-temporales. Allí están clásicos como Cronopaisaje de Gregory Benford, secretos para entendidos como Resurrection Day de Brendan DuBois, logrados thrillers como A tiro de Philip Kerr, o pesados pesos de pesos pesado como Norman Mailer en El fantasma de Harlot y Don DeLillo en Libra y James Ellroy en América. Pero lo que hace de 22/11/63 algo nuevo y digno de todos los elogios es el modo en que (solucionando casi de entrada y sin demasiadas explicaciones el cómo nuestro héroe viaja al pasado, cortesía de su agonizante amigo Al Templeton, descubridor, en los fondos de su restaurante, de un portal más cerca de la magia de Lewis Carroll que de la ciencia de H. G. Wells), King organiza alrededor de un núcleo sobrenatural un verdadero tratado acerca del tiempo perdido y recuperado. Y los temas que toca son varios. La manera en que cambia una sociedad (el agujero del tiempo conduce a Epping a septiembre de 1958, por lo que debe pasar varios años marcha atrás a la espera de ese oscuro día de injusticia para hacer justicia –y, de acuerdo, tal vez Epping podría haber aterrizado en 1962, pero se sabe que a King le gusta mucho escribir mucho) y el modo en que la cultura popular de una determinada época forma o deforma a sus habitantes (gran parte de la gracia de la novela pasa por cómo Epping puede anticipar cambios y modas y tendencias rindiendo, de paso, tributos a J. D. Salinger, Shirley Jackson y Paul Bowles y John Irving y Ray Bradbury y los Rolling Stones y productos y marcas que ya no existen salvo en eBay). Sumarle a lo anterior el método con que King digiere y pone al servicio de la trama toneladas de documentación. Y, sí, King piensa que Oswald actuó solo y punto; nada de compleja conspiración sino algo más terrible y primitivo: el Mal Puro y Duro en acción. Pero, por encima de todo y de todos y más allá de tics y taras como la repetición casi mántrica de ciertas frases y el abuso de itálicas que ya son parte indivisible de su estilo, 22/11/63 es muy divertida y adictiva. Y se nos vuelve irresistible por el sentimiento de King a la hora de construir una sólida historia de amor: la de Epping –devenido George Amberson en el pasado– y la bibliotecaria Saddie. Romance muy reminiscente de aquel del también maestro de escuela Johnny Smith y su colega Sarah Bracknell en La zona muerta. De hecho, no sería impertinente rebautizar a 22/11/63 como La zona viva, porque, a su manera, funciona casi como un espejo deformante de aquella temprana y magistral novela. Epping sabe lo que va a ocurrir y Smith tiene el don de anticipar el futuro. Y –luego de que ambos calienten motores y mejoren puntería con casos menores y neutralicen a un par de psicópatas no tan trascendentales mientras llega la hora del gran duelo– el primero debe salvar a un presidente para mejorar el mundo y el segundo debe acabar con un futuro presidente que destruirá el planeta. Pero, se sabe, nada es tan simple como parece y –en 22/11/63, con Epping cada vez más cercado por ominosas fuerzas cronolíticas poco interesadas en que se altere el flujo establecido de los acontecimientos– muchas veces hacer historia equivale a deshacerla. No les corresponde a los hombres entrometerse con los engranajes del destino, parece decirnos King. Y, al final, sólo queda el consuelo de bailar con la persona que más amas.

De esta manera, salimos al otro lado de las casi 900 páginas de 22/11/63 –proyecto que King tenía pensado desde 1971 pero demoraba hasta saberse a la altura de su ambición, futura adaptación cinematográfica a cargo de Jonathan Demme– como quien regresa de un largo y tremendo y enriquecedor viaje. Como quien vuelve de una novela que, por pertenecer al género fantástico, no deja de ser una gran novela.

(…)

Aunque el futuro inmediato de King esté perfumado de pasado, ya se sabe cuáles serán sus próximos dos libros: por un lado, Dr. Sleep, tan esperada como arriesgada continuación de El resplandor con el ahora adulto Danny Torrance luchando contra nosferatus-mentales, y más le vale a King que le salga bien la cosa. Por otro, The Wind Through the Keyhole, inminente nueva aproximación y octava entrega de lo que él entiende como su magnum opus. Ese centro y núcleo de lo que todo sale y a lo que todo regresa en múltiples guiños y alusiones a lo largo y ancho del resto de su obra: la saga de La torre oscura. Esa curiosa mutación de spaghetti-western de Sergio Leone con dragones y laberintos espolvoreados con versos de Robert Browning y acaso culpable de muchos de los vicios y taras de J. J. Lost/Fringe Abrams. Allí, el melancólico pistolero Roland Deschain (Javier Bardem ha sido elegido para protagonizar una adaptación en largo trámite al cine y a la televisión con la Warner y la HBO asociadas: tres largometrajes y dos temporadas para funcionar como nexo entre los films) cruza dimensiones y, cerca del final, en un pliegue metaficcional, se encuentra, en 1977, con un escritor llamado Stephen King. Un Stephen King que no es exactamente el King Stephen que todos conocemos pero que, aun así, ya es deus ex machina y divinidad indisoluble de su creación. Alguien tan todopoderoso que así se regala un capricho y nos obsequia una alegría. El comprobar y probarnos que Stephen King (seguramente, junto a Henry James, el estadounidense que más y mejores tramas ha invocado acerca de la práctica de su profesión como arriesgado acercamiento a la “locura del arte”) puede ser, también, un gran personaje de ese gran creador de personajes que es Stephen King.

Se lo tiene bien –muy bien– merecido.


Escrito por

Iván Thays

Escritor peruano. Autor de las novelas "El viaje interior, "La disciplina de la vanidad" y "Un lugar llamado Oreja de perro".


Publicado en

Moleskine Literario

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