Toño Cisneros
Era una personalidad libre. O algo así. Con la capacidad de conectar y ser empático con la gente, pese a las diferencias cronológicas. O ideológicas, que también. Cada encuentro con él era una gozada. Notario de lo banal y de lo sustancial. Flagelador de la huachafería. Malabarista de la palabra. Prosista caudaloso. Cronista de lenguaje alucinado. Así era Toño Cisneros, el poeta, el escritor, el hombre. El hombre que le ponía negritas y mito, ternura y adjetivo, y borbotones de humor a los encuentros.
Divertido. Sarcástico. Sorprendente. Memorioso. De pensamientos urgentes y mirada aguda. Mi mejor recuerdo con él fue el de aquella noche en que le entregué el machote de mi primera novelita, Mateo Diez, y enseñándome un sobre manila que contenía plata de las regalías de uno de sus libros, me dijo: “vamos inmediatamente a celebrarlo, porque los libros se celebran”. Y me invitó a la calle de las pizzas a tomar sangría, y, de paso, con desparpajo le pagó a una puta para que se sentara a la mesa con nosotros, solamente para acompañarnos, y así evitar el abordaje inoportuno de sus incontables colegas.
Demás está decirlo, pero Toño Cisneros era un personaje entrañable. Tanto, que su partida de este mundo me agarró desprevenido y sin internet, recién mudado y solo, y aturdido, y tuve de pronto una sensación de pérdida. Una pérdida sensible. Acusada. Dolorosa. Sentida. Irreparable.
Por eso estas líneas llegan tarde, mi querido Toño. Para decirte adiós, y hasta siempre. Te extrañaré.