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Un hospital o un galeón encallado en la avenida El Ejército

Roberto Huarcaya conversa con La Mula sobre su exposición La nave del olvido (1994).

Publicado: 2013-10-11


Los árboles del hospital crecen tan alto como los muros invisibles que continúan después del cemento y se enredan como las cabezas aturdidas y medicadas a las que dan sombra. Caminar por el Hospital Víctor Larco Herrera conduce a muchos lugares, a cosas que ya pasaron, a otras que se olvidaron, a gente muerta o que desapareció ahí mismo cerca de la mueca cansada de alguna mujer que niega viendo papeles y levantando los lentes, tan simple, dura y primaria como el cemento que limita la avenida y encierra o “encalla”.  

“El hombre de los brazos cruzados era un chileno que vivía en Arequipa. Lo internaron sus hijas porque al parecer había agredido a su mujer. Cuando lo conocí tenía años ahí, cuarenta y dos. Los demás decían que había matado a su esposa, pero no había certeza de eso. Después de un largo retiro fui a verlo, a visitarlo y me dijeron que ya no estaba... desapareció...” Recuerda Roberto Huarcaya, quien hace casi veinte años presentó la serie La nave del olvido.  


- El anciano de los brazos cruzados es una de las fotografías más desoladas e intensas de la muestra

- Esa foto viene de un archivo de más de 500 imágenes. La muestra para mí fue un regreso al hospital. ¿Por qué? Yo era psicoterapeuta infantil y después psicoanalista. Había partido a Madrid para estudiar fotografía. Antes de La nave del olvido, ya en Lima, tuve tres muestras. Cuando comencé a trabajar en el hospital para poder fotografiar a los internos... fue justamente eso, un retorno.


Ellos fueron guardados para alejar su violencia, tristeza o imposibilidad de relacionarse con el mundo de fuera. “Pero era el año 94. Ellos estaban dentro... afuera la violencia nos destruía, estábamos en pleno terrorismo, entonces queda la pregunta, ¿de qué o de quienes nos aislábamos?”.

Roberto Huarcaya pasó nueve meses recorriendo el hospital como a una ciudad reducida en la que había iniciado el proceso de trabajar con personas que sonreían como niños y caminaban solos pero dentro de un coro de voces. Ellos habían perdido su lugar en el mundo o sus propias imágenes. Primero el fotógrafo debía crear el vínculo para el retrato. Les mostraba fotos de Los ambulantes, la muestra que había presentado en 1991, después les llevaba una cámara de plata para que ellos tomaran sus propias imagenes y finalmente era conducido por los internos a sus lugares o espacios privados para que fueran fotografiados. Elegían. Cuando eso ocurría contradecían esa idea que se tiene de que las personas con transtornos mentales han perdido su lugar en el mundo. 

“Cuando uno de ellos se paraba en algun sitio, los diez siguientes lo imitaban. Lo hacían con cuidado, delimitado el lugar preciso en el que el anterior se había parado. El primero en reconocer el lugar les daba la seguridad de que era seguro, entonces posaban. Era un tema de estabilidad y fragilidad dentro de sus estructuras psiquicas o territorios”

Los médicos guardan distancia de sus pacientes. Roberto Huarcaya había dejado de serlo y se reconocía como fotógrafo intentando justamente un vínculo tan íntimo con ellos. Pero la factura llegaría. “Un día pasé por el pabellón 4. Ahí había un paciente agresivo que me gritaba siempre a un palmo de mi cara que no quería ser fotografiado. Yo respetaba eso. Pero ese día... recuerdo que fue un jueves él salió por la ventana y dijo que sí, que finalmente quería un retrato. Le pedí una hora para regresar con mi cámara. Cuando le llevé su imagen revelada al sábado siguiente, me di cuenta que no veía a mi pareja, a mis amigos. Vivía en el hospital. Me sentía tan bien dentro y tan mal fuera... entré en pánico y salí, casi corriendo. Me desligue de todo y no pude regresar hasta dentro de un año. Ni siquiera podía abrir el cajón en los que guardaba los revelados o materiales”

El regreso de Huarcaya fue complicado. Sentía una carga que lo desordenaba psíquicamente. Fue cuando supo que el anciano de los brazos cruzados había desaparecido. Los vínculos que había hecho empezaban a mostrarse bajo el esplendor del encierro. Estaba dentro de la nave también, La nave de los locos como el cuadro del Bosco. Una vez creado el vínculo la imagen se convertía en algo muy fuerte, muy intenso. 

“Cuando yo les entregaba las fotos –reproducciones de 15 x 12- ellos se la metían bajo la ropa y la sobaban contra el pecho. La mayoría de los pacientes tuvieron la misma reacción (un 75%). Eso convalidaba la teoría psiquica de la ezquizofrenia: volvían a hacerse cuerpo. Cuando imaginan algo es real. Entonces volverse a ver a sí mismos como una imagen que podían tocar posibilitaba su representación, es decir un puente real entre su enfermedad y una condición mejor”. Ya en la exposición los espectadores salían de esta nave cargados de otra cosa. Se había creado una relación   a través de la fotografía del otro. Y de ese respeto surgían identidades, desaparecía el loco y se mostraba a una persona a pesar de su enfermedad, que posaba para recuperar su imagen, a pesar de que lo más probable es que solo la vieran ellos mismos y no quienes los rodearon antes y dejaron encallados en la nave de cemento frente al orfanato.


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Redacción mulera

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