Si se reflexiona un poco sobre la naturaleza y el sentido de los museos, no resulta difícil caer en cuenta que dichas instituciones culturales suelen justificar su existencia en base a dos factores: la colección que albergan y el público al que apuntan.  

Si no existe un sentimiento de pertenencia y, por lo tanto, de consiguiente respeto y valoración, el museo no genera vínculos de ningún tipo y fracasa irremediablemente. Lo artificial y lo impuesto —ya lo sabemos— nunca prospera en el ámbito cultural. Por lo tanto, por una cuestión de supervivencia, siempre debe haber una conexión entre el espectador y la pieza.

Los museos son, en gran parte, consecuencia del espíritu inclusivo de la Revolución Francesa. Las colecciones particulares, ya fuese de obras de arte o de cualquier otra clases de piezas con un determinado valor, dejaron de estar al alcance únicamente de las clases más privilegiadas, como lo eran el clero y la nobleza, para que pudieran ser disfrutados por el resto de ciudadanos.

Se trataba de una medida necesaria para 'ilustrar' (instruir) a la población de acuerdo a los principios revolucionarios. Con los nacionalismos propios del siglo XIX esta figura continuó presentándose.

Así que, aunque sea en un primer momento, los museos funcionaron como órganos de formación ideológica de la población, a partir de la instrucción de acuerdo a una historia y una cultura determinadas.

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El museo, sin embargo, vio alterada su naturaleza tras la irrupción de las vanguardias, primero, y del arte conceptual, después.

Las vanguardias arremetieron contra las tradicionales instancias consagratorias del arte. La crítica y el comercio fueron condenados de forma rotunda. El arte tenía que escandalizar, espantar, estimular, salir a las calles y no quedarse encerrado entre cuatro paredes. Entonces, desde el punto de vista de sus adeptos, era una cuestión de vitalidad. El museo tenía que desahacerse de su aura de exclusividad y reducir, además, la distancia con el presente.

En el caso del arte conceptual, la crisis que propició en los museos tiene relación directa con lo iniciado por las vanguardias, ya que se esmeró en proponer la exposición de elementos 'atípicos' o 'desconcertantes' para una visión tradicional del arte. De allí que, en más de una oportunidad la gente se interrogase si 'aquello' podía ser considerado como artístico.

Entonces, que no sorprenda —más aún, luego de tendencias como el dadaísmo o el pop art— si alguien se le ocurre abrir un 'Museo de las Relaciones Rotas'.

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El 'Museo de las Relaciones Rotas' (MRR) es itinerante. Por ejemplo, ahora se halla en la ciudad de México. La idea surgió en Croacia y funciona desde 2010. La dinámica es muy sencilla: la gente se acerca voluntariamente y deja algún objeto que le recuerde o que haya tenido un valor especial en relaciones amorosas pasadas. Si bien puede ser visto como una manera curiosa de deshacerse de aquellos objetos manchados con el color de lo dolorosamente ido, en realidad hay algo más que eso.

Recordemos que todo museo necesita generar —mantener y consolidar— vínculos entre su colección y su público.

En el caso del MRR, conocemos la colección. Basta con acceder a su web, para ver una breve selección de los diversos objetos que se encuentran en 'exhibición': desde un delicado osito de peluche, pasando por adornos caseros, hasta llegar a un hacha.

¿Pero quién es el verdadero público del MRR? Porque podría pensarse que no es más que una mera muestra de piezas de individuos ajenos a uno —al que se acerca como espectador— y que, pese a que pueda enterarse de la historia detrás de cada objeto, ya que cada objeto está acompañado del testimonio de su antiguo dueño, sigue sin formar un vínculo real. Lo alimentaría el simple morbo.

¿Existe una conexión entre esas piezas y el público? ¿Dónde y cómo se gesta dicha conexión?

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Para resolver esas interrogantes hago la siguiente analogía. El MRR es —guardando las diferencias— como un museo donde se conservan piezas mochicas o piezas incaicas.

¿Cómo?

Nuestro vínculo —por mencionar siquiera uno solo— con esas sociedades radica en que, pese al tiempo transcurrido, tenemos algo en común: el territorio. Sobre todo si lo pensamos desde nuestro presente, cuando los lugares de emplazamiento que ellos tuvieron son parte de la actual república del Perú.

Salvo ciertos casos comprobados, casi nadie desciende directamente de ellos. Entonces, por ese lado no podría venir la conexión. No queda más que el espacio.

Pero, ¿cómo extender esta idea al MRR?

¿Cuál es ese espacio que nos permite entrar en contacto con él y no sentir artificial su muestra?

El espacio formado por las experiencias de vida.

¿A quién no le han roto el corazón? ¿Quién no ha sentido cólera, desprecio y pena por causa de una pareja? ¿Acaso el amor siempre es algo agradable?

El espacio, entonces, que crece en nuestro interior cuando hemos sido víctimas de un desengaño.

Creo que solo así podría encontrar una conexión con aquellos objetos, con aquellas historias.

No se basa en la coincidencia exacta de situaciones, puesto que cada uno vive lo que le toca vivir. Es, más bien, la similitud de lo sufrido o la posibilidad latente de pasar por una experiencia como esa lo que ayuda a crear el nexo necesario.

Es el territorio del desamor —que algunos habrán cruzado más de una vez y, otros, apenas una sola— el motivo por el cual nos sentimos en comunión, nosotros los espectadores, con los donantes de las piezas. 

Y es que, al fin y al cabo, siguiendo —de forma inconsciente, tal vez— uno de los más grandes ideales de los artistas románticos, aquí el espectador puede convertirse, tarde o temprano, en uno de los que exhiben su pasado, es decir, en uno de los 'artistas' de la muestra del MRR.

PD: Por ahora no hay noticias de que el MRR venga por Lima.