Digamos que pasar unos días en el sur, sin ver nada de nada que sea teatro, tuvo la ventaja de ayudarme a decidir las ultimas obras que vería a mi vuelta a Lima. No fue difícil elegir Vladimir, una nueva puesta de la obra escrita en 1993, aunque sí fue difícil mantener mi decisión, pues en la obra se mezclaba, como nunca, mi propia experiencia personal dentro y fuera de la escena.
Fue difícil, decía, porque sospechaba y comprobé que aún recuerdo pasajes completos de la obra que dirigí y actué en 1996, y que pusimos en varios lugares del Perú. Difícil también porque en estos 18 años han pasado varias cosas conmigo que se asemejan a las que les suceden a los personajes, en particular decidir venirse a vivir a los Estados Unidos, divorciarse, etc. Más difícil aún porque la obra me recuerda la excelente experiencia de haber conocido a Alfonso Santistevan y Maritza Gutti en Lima, y ser recibidos en su casa, ver el video de la puesta que ellos mismos crearon en el 93, comparar las puestas, reír. Y ver cómo los años y las ausencias también han hecho de Vladimir lo que es en escena: un espejo que también proyecta mi propio pasado.
Pero Vladimir sigue siendo una obra muy potente, una de esas indispensables, si me permiten la huachafería. Una madre y su hijo viven las últimas horas previas al viaje de ella alos EEUU entre cajas, recuerdos, deseos y el fantasma del Che Guevara. Ella, una mujer de izquierdas, a la antigua, al menos como parece que eran. Él, un niño-hombre acunado entre consignas de cambio social y la realidad violenta del senderismo de los años 80 en Lima. En la Lima de clase media, por supuesto, pero Lima al fin. Un muchacho más, Lucho, completa el reparto: fácil sonrisa, compleja vida que se asienta en los territorios del miedo. A veces aparece el padre de Vladimir, un recuerdo, es decir, algo peor que un fantasma. Y como ya dije, y diré de nuevo, la querida presencia, Comandante Che Guevara.
Santistevan había compuesto un cuadro perfecto, uno de antología, ahora me doy cuenta. Entre los ruidos de la calle una mujer con una maleta llena de sueños sepultados se deja ir, y dos muchachos muy disímiles, pero muchachos al fin, tienen que hacerse cargo de una casa. La obra es delicada como un cristal, finísima, aunque su final ahora quizás me suena forzado. O quizás soy solo yo que ha vivido lo vivido. Pero la línea de cada personaje es tan rotunda que pone la varilla muy alta en la dramaturgia peruana: tal vez hablamos del rol para actriz más ambicioso escrito en el Perú en los últimos 30, 40 años. Tal vez el rol de adolescente más difícil que puede interpretar un joven actor en el Perú. Porque ella es pasión y contradicción a una sola voz, y él es templanza y pasión, también a una sola voz. Y ambos son magníficamente interpretados por Magali Bolívar y Jorge Bardales. Con una densidad que da gusto apreciar, con una ligereza que sana las heridas profundas que la historia misma deja.
Imagino que al joven director, interesado también en saber por qué se llama Mikhail, le interesará saber cómo se lee su puesta. Se lee muy bien, extraordinariamente bien, diría. Sobre todo viniendo de alguien muy joven y ya cada vez más lejos del contexto que dio a luz Vladimir. Hay detalles que dan para discutir (el acento del Che, su muerte) pero como dije, tal vez solo sea exceso de adrenalina de un espectador nada objetivo.
Ahora bien, con toda su potencia, sí sentí que algunos nudos de sentido se escapaban, o al menos, que habían perdido cierta vitalidad o urgencia. Vladimir es una obra que requiere una total participación del público para completar en su cabeza todo aquello que no está dicho. Todo aquello implica, sí, la guerra sendero-fujimori que nos hizo carambola a todos, y las hondas caídas de la fe adorable del socialismo a la peruana. Hondas caídas que se encarnan en la contradicción central de la obra: la partida de los socialistas peruanos hacia las entrañas de la bestia imperialista. Ese viaje simbólico que algunos izquierdistas han hecho solo a nivel de ideología y otros, más materialistas históricos sin duda, decidieron hacerlo más simple y se fueron de informantes de la Embajada de los EEUU. Esos datos sobre la peruanidad tan peruana que relata la obra, por ejemplo, serían muy complejos de presentar para alguien que no estuvo embebido de la historia. Y es esa contradicción central, la que tuve impresión que había perdido su peso original.
O tal vez sea simplemente que las contradicciones doctrinarias dejaron de estar en la discusión, por absurdas, por falta de pragmatismo. Luego de diez años de genuflexión ante la casta plutócrata-militar que entronizó al nisei tres veces, y de marchas de 4 suyos que incluían Ecoteva, un segundo García aún peor que el anterior, seductor con baba, y un izquierdoso golpista con ataques de pánico escénico; después de todo eso, me preguntaba en el Teatro Miraflores ese día, ¿qué cosa queda de la coherencia de un izquierdista de buena fe, de una mujer de buena fe como la Madre que es izquierdista porque eso le había dictado alguna vez esa cosa que solían tener en los setentas y llamaban conciencia?
Por lo demás, es curioso cómo opera el subconsciente: vi Vladimir el miércoles a las 8 pm. Al día siguiente estaba en un avión, y luego en otro, y luego en el gigante aeropuerto de Dallas. Y lo único que me venía a la cabeza no era la obra sino la carta aquella que Flores Galindo escribiera poco antes de morirse, para sus camaradas socialistas, denunciando a viva voz (sí, en Lima, la ciudad del sotto voce) cómo la izquierda peruana se había ido de bruces durante la época de la violencia, persiguiendo el confort y los buenos puestos académicos, siguiendo el sueño de la ONG propia, y el enriquecimiento a veces incluso de cara a una espantosa carnicería contra los nadies del Perú. Esa izquierda que hoy lleva chapa gastronómica y que nunca superó las contradicciones del poder y el privilegio en la sociedad de castas peruana. Y que es ubicua. Una izquierda bien faite, sin duda, racista y clasista a su modo, acomodaticia y por lo visto, que goza aún de buena salud.
Me paré de pronto a otear por la rampa del aeropuerto de Fort Worth y casi creí ver a la mamá de Vladimir acercándose, caminando medio encogida, vieja, iba callada quizás, pero todavía portaba ese brillo rotundo en la mirada.