Mi experiencia como guionista en la televisión me ha enseñado, a cocachos, que los dueños de los canales y sus altos funcionarios no se encuentran, precisamente, entre la gente más inteligente del planeta. Cierta vez – un botón basta de muestra, dijo el gran Sandro, los demás, a la camisa - le propuse a un conocido broadscaster hacer una serie basada en los Diálogos de Platón, adaptados a los tiempos actuales y teniendo como protagonistas a algunos amigos que se reúnen en una cantina. La idea era tocar los temas humanos trascendentales que abordó el filósofo griego, como el enamoramiento, por ejemplo, usando un lenguaje popular, contemporáneo, asequible y, sobre todo, con humor inteligente. La reacción del empresario, que vino en forma de pregunta, revela nítidamente la mentalidad de prácticamente todos los de su tribu:

- ¿Salen culos y tetas? – fue lo único que quiso saber.

Esta es solo una perla del amplio muestrario que tengo en mi largo recorrido por la televisión, pero no es sobre eso que quiero referirme en esta nota. Ocurre que alguna vez se saca petróleo de casualidad en estas incursiones tan frustrantes y muchas veces desalentadoras, aunque el beneficio no sea económico, ni tenga que ver directamente con la televisión. La más curiosa me ocurrió años atrás, cuando con mis amigos Henry Mitrani y Martín Guerra-García pensamos hacer un programa especial por Fiestas Patrias. Creímos que sería bueno abordar algunos temas muy usados, incluso clichés, pero desde adentro, es decir con una perspectiva nueva y por cierto interesante. 

Para eso, arrancamos con la escolta presidencial, que en esa época la conformaba el Regimiento de Caballería Glorioso «Húsares de Junín N° 1» - Libertador del Perú, designado por Alan García y reemplazado desde hace dos años por el Regimiento de Caballería del Ejército Mariscal Domingo Nieto, gracias a un decrete de Ollanta Humala, que volvió las cosas como estaban antes del gobierno de García. Lo que queríamos Henry, Martín y yo era filmar a los húsares de Junín en su cuartel, saltando de su cama muy temprano, desayunando, haciendo ejercicios, montando, y, en fin, todo lo que se podía mostrar de su vida cotidiana. Fuimos, pues al cuartel de Barbones, en El Agustino, para los arreglos preliminares. Nos recibió allí el coronel Augusto Cier Gadea, comandante del destacamento. Cier, un hombre inteligente – primera diferencia con los de la televisión -, comprendió perfectamente la idea – segunda diferencia - y, mejor todavía, le gustó. Nos dio todas las facilidades para trabajar. Mientras Henry y Martín recorrían las instalaciones, yo me que quedé conversando con el coronel. Congeniamos inmediatamente. Me contó que el cuartel Barbones se llama así porque antiguamente era un hospital dirigido por la congregación de padres betlemitas, que usaban barbas muy largas. 

Cier demostró también – tercera diferencia – que sabía dónde estaba parado, pues me dijo que solamente en el Vaticano y en Gran Bretaña se hacían cambios de guardia similares al nuestro en la casa de Pizarro. Naturalmente, hablamos sobre caballos, ya que los húsares de Junín son jinetes consumados. Me enteré así de que los que montaba el regimiento eran, en su mayoría, purasangres dados de baja en el hipódromo, que se salvaban del camal, para ser convertidos en salchichas. Le dije, entonces, que mi cuñado, Carlos Roe, era presidente del Jockey Club y que sin duda podía ayudarlo. Cier se interesó muchísimo y me propuso a cambio, con gran amabilidad, que yo desfilara el 28 de julio siguiente en la escolta del presidente – de la República, no del Jockey - desde Palacio de Gobierno hasta el Congreso y viceversa.

- ¿Cómo dices? – le pregunté, tan incrédulo como ustedes que están leyendo esto.

- Que seas parte de la escolta presidencial – repitió, con un tono y una actitud que despejaban toda duda acerca de si estaba bromeando o no.

- Pero yo no sé montar a caballo – repuse -. Los únicos que he montado son los de mi chacra, cuando era niño, hace mil años, y eran más mansos que un corderito.

- No te preocupes, Miguel, yo me encargo de todo.

Acto seguido, llamó al soldado que custodiaba la puerta de su despacho y le ordenó que regrese inmediatamente con el teniente David (he olvidado su apellido). Cuando se presentó el teniente, el coronel Cier le explicó de qué se trataba el tema y le dijo que a partir de ese momento se convertía en mi instructor de equitación. David resultó también ser muy simpático, y aunque ya sabemos que las órdenes militares se cumplen sin dudas ni murmuraciones, no dio ninguna señal de que le molestara el engarguito. 

Convinimos entonces en que yo estaría, a partir del siguiente, todos los días a las nueve de la mañana en el cuartel, a su disposición, para que me enseñara a ser un jinete capaz de escoltar al Presidente de la República hasta el Congreso. Puntual, estuve - igualito que Gary Cooper - a la hora señalada. David estaba listo, esperándome. Lo primero que hizo fue presentarme a Tarek, un alazán nervioso, pero muy dócil, cuya cruz se alzaba varios centímetros por encima de mi cabeza. Me pidió que me familiarice con él, que nos hagamos amigos. Lo acaricié (al caballo, no al teniente), le hablé con suavidad y, conduciéndolo de la soga que iba al freno, lo hice dar innumerables vueltas al picadero, haciéndole conocer mi voz. “Eso es todo por hoy”, me dijo (el teniente esta vez, no el caballo) y quedamos en vernos al día siguiente. Por la tarde llamé a mi cuñado y le transmití el pedido del coronel Cier. Carlos se ofreció inmediatamente a colaborar con los húsares. Le di el teléfono del cuartel y me pasé el resto del día soñando con mi flamante carrera militar en el arma de caballería. Tan ilusionado estaba, que le di poca importancia a las noticias sobre la dificultad para conseguir financiamiento para nuestro programa. Dormí bien, sin preocupaciones, y salí temprano hacia el cuartel de Barbones. El coronel Cier me estaba esperando en la puerta.

- Quiero que escuches lo que ha estado ensayando la banda – me dijo.

Entramos juntos al cuartel. La banda de guerra, montada, por supuesto, arrancó a tocar la Marcha Triunfal de la ópera Aída, de Giuseppe Verdi. Me emocioné. No es que yo tuviera una afición especial por la ópera – es más, nunca me ha gustado -, sino que conocía la anécdota sobre los obreros italianos que estaban construyendo el escenario para el estreno europeo de Aída, en Milán del siglo XIX, cuando Italia estaba invadida y ocupada por los austríacos, y rompieron a llorar al escuchar los ensayos de la orquesta, interpretando la marcha patrióticamente, no obstante que la ópera transcurre en Egipto. Los amantes de la libertada nos sentimos tocados en alguna fibra cuando la escuchamos.

Cuando la banda terminó, fui al picadero. Tarek pareció reconocerme y yo lo saludé afectuosamente. Había ido con botas – me sentía un cowboy - pero el teniente David me bajó rápidamente de la maroma, indicándome que al principio era mucho mejor montar con zapatillas. Cuando intenté montar a Tarek lo comprendí perfectamente, porque las botas no entraban bien en los estribos, eran incómodas para mi escasísima práctica, y estuve a punto de caerme varias veces. Finalmente pude subir, con ayuda, y lo primero que hice, para mi sorpresa, fue gimnasia sobre el caballo. Así transcurrió la mañana. Yo extendiendo y cerrando los brazos sentado sobre Tarek y el noble animal dando vueltas animado por la experta voz de David, que lo conducía con la soga. Al salir, Cier me tenía otra sorpresa. Me dijo que vivía en la Villa Militar, muy cerca de mi casa, en Barranco, de modo que podía recogerme todos los días para ir al cuartel de Barbones. De regreso – tal vez porque los húsares y sus caballos no tenían ni culos ni tetas apetecibles para mostrar en televisión – supe que el proyecto se había cancelado. No me importó, porque ahora trataba con caballos, no con burros. Al día siguiente era domingo, así que no tuve clases de equitación, pero mi cuñado me llamó desde el hipódromo para decirme que estaba con el general Cier – entre el whisky y el entusiasmo lo habían ascendido – y que estaban viendo la donación de caballos para el regimiento. Como siempre, Carlos se portó muy bien.

El lunes, Cier me recogió temprano y así fue durante las siguientes semanas. Mis progreso en la equitación eran lentos, pero seguros. Tarek y yo nos convertimos en amigos íntimos. Aprendí, gracias al teniente David, que esa amistad estaba basada en demostrarle al caballo que quien mandaba era yo, a pesar de que el pesaba quinientos kilos y yo setenta. Aprendí también a conducirlo con las piernas, como debe ser, y a darle órdenes orales. Me sentía feliz, soñando con el 28 de julio, imaginando que me iban a entrevistar en la televisión y que yo iba a aprovechar para enviar saludos a mi mamá y a mis hijos, que me estaban viendo. Durante la semana, el coronel Cier me dijo que ya tenía que tomarme las medidas para el uniforme. De inmediato me vi cabalgando a Tarek, con pantalón azul, casaca granate con alamares dorados – de oficial, por supuesto -, chacó azul con plumero rojo, lanza y sable recto. Entre tanto. Seguía con mis progresos. Ya era un centauro, listo para empezar a galopar, cuando el coronel Cier me mandó llamar con un soldado.

- Tengo malas noticias – me dijo, en cuanto entré a su despacho -. El presidente García ha cancelado el desfile militar de este año, el regimiento ya no va a escoltarlo al Congreso.

Se acabó mi carrera militar. García la había interrumpido de un plumazo. El coronel Cier trató de consolarme, diciendo que, si quería, podía seguir con las clases de equitación, pero yo, tontamente, había perdido todo el entusiasmo al saber que ya no sería heredero de los vencedores de Junín y Ayacucho. Me despedía de Cier y del teniente David y fui a las cuadras a hacer lo mismo con Tarek. Todavía no lo habían bañado y el olor a sudor de caballo, intenso y penetrante, me transportó a mi infancia, cuando la televisión ni existía en el Perú y pronunciar las palabras culo y tetas era pecado. Le hablé con sentimiento y creo que me entendió. Lo palmeé en un costado y lo abracé por el cuello y me fui, conteniendo las lágrimas, como un verdadero jinete valiente.