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FOTOGRAFÍAS EN NEGATIVO DE LOS LOCALES DE PARTIDOS POLÌTICOS EN EL PARQUE DEL PUEBLO.

Pueblo chico, infierno grande

Publicado: 2014-10-01

Hay varias versiones sobre lo que significa: que en un pueblo, que es chico, todo el mundo se conoce, y no puedes hacer nada sin que todos se enteren. O, como el pueblo tiene pocos habitantes, todos se conocen y corren los chismes convirtiendo la vida allí en un gran infierno. La red también nos recuerda dos películas con ese título, una chilena y otra argentina y una excelente telenovela épica mexicana, basada en una historia de amor verídica; quizá materia de otro comentario. 

Hace algún tiempo llegué a vivir a un acogedor pueblo ubicado a pocos kilómetros de Chiclayo, en Lambayeque. Me satisfizo la paz y tranquilidad que encontré. Obedecían a mis propósitos de concentración intelectual y académica.

Aún hoy, como la primera vez, recibo el buen día de los vecinos, así alguno no me conozca; tal cual la canción “El hombre feliz” de Lizandro Meza: “…salgo a la calle sonriente, levanto la mano y saludo a cualquiera…”.Este hecho reconforta mi espíritu, pues en nuestras grandes ciudades la gente ni siquiera se mira. Mucho menos te mira. Es más, ni te saluda.

Aún suelo ver alguna carreta de dos ruedas halada por una mula que a duras penas camina, cargando vituallas para otros animales.

Aún me topo con un burrito parado en la puerta de alguna vivienda, comiendo de la alfalfa que carga, mientras espera a su dueño para volver al monte. Aún los perritos callejeros suelen acercárseme para acariciarlos; aunque hoy se hayan incrementado en número y tamaño. Aún, por la noche, voy al parque a comer los dulces de algún kiosco y encuentro una banda solitaria soltando una retreta.

Hace poco, a ese pueblo, el progreso lo dotó de una nueva carretera que, valga decirlo, ha permitido mejorar el tiempo de acceso a Chiclayo y viceversa.

Pero de un tiempo a esta parte, ese pueblo tranquilo y en paz, en el que el silencio inquietaba, me ha resultado más bullangero que antes.

Antes, de cuando en vez (todas las semanas en diferente lugar), la gente celebraba su cumpleaños en su casa, hasta el amanecer. Para ello colocaban gigantescos parlantes en la puerta que da a la calle, para que los vecinos y todo el pueblo se enteren de qué se trataba. Nadie podía contra ese monstruo de más ruido que sonido. Y, bueno, era no sólo el día del cumple sino el siguiente; hasta en la noche que los contertulios, o se iban, o caían. Alguna vez reclamé por ello y hasta a la policía llevé, porque a uno de mis hijos el dolor de cabeza lo mataba y a mí me mataba no solo su dolor de cabeza sino el que provocaba tan infernal ruido. La familia del cumpleañero y hasta uno de los policías se atrevieron a afirmar que instalar los parlantes fuera de casa era “costumbre” en este pueblo.

Ahora, no sólo el cumple sino cualquier jarana, es buen pretexto para levantar un toldo en la calle. Se arma en sólo horas ante el frontis de la vivienda del festejo. Los vecinos no saben qué hacer ante el constante tronar de equipos u orquestas. Y el piso de la acera vehicular responde al baile y los desechos de comida y licor. Así, de tarde o de noche, de acuerdo a cómo se le antoje al cumplimentado.

Pero en este pueblo la mañana no se salva. Sin permiso de nadie, antes de amanecer resuenan las cornetas de la venta del pan. L@s panader@s caminan con sus canastas retumbando los oídos de los adormitados pobladores; o se posan en cualquier esquina para anunciar que ya llegaron o que siguen allí. Mientras, a lo lejos, un mototaxi trae alguien que grita a todo pulmón a través de un parlante: ¡Leche de soya! ¡Leche de soya!, sin pensar que hay alguien que no ha dormido porque el día anterior tal vez no desayunó.

Las mototaxis son otro cantar. En cada uno se ha instalado parlantes con usb, con los vatios y decibeles que más convengan a sus gustos. Y “La chilala”, retumba a cada momento a su paso y donde se estacionan.

Muy lejos estoy de ciudades como Loja, en Ecuador, donde el aire trae una música clásica o sincopada, que emite el camión recolector de basura y que recién obliga a los pobladores extraer sus contenedores de los tres tipos de desechos. En el pueblo donde vivo, no sé a quién diablos se le antojó colocar una bocina de barco de vapor para que el vecino, como si no lo supiera, sepa en qué momento está pasando. Igual sucede con las combis, cuyos cláxons se escuchan en todo su recorrido, hasta que salen de la ciudad.

Para variar: el próximo 5 de octubre serán las elecciones regionales y municipales.

Tal vez suceda lo mismo en las grandes urbes de nuestro país, en cuanto a la contaminación visual y auditiva. Pero, esta crónica recuerda que vivo en un pueblo chico y que disturbar la visibilidad o la audición de los pobladores, en lugar de minimizarse, por el contrario, se agranda. Todos los postes y la mayor cantidad de paredes, han sido cubiertos por carteles alusivos no sólo a los partidos políticos que en este pueblo postulan, sino a los que llevan a sus candidatos en Chiclayo y la región.

Desde muy temprano, en los últimos días, se han vuelto consuetudinarias las marchas con sus banderolas, gritos, tambores y trompetas de cada agrupación política. Todas por igual. Y todas se han agenciado de mototaxis y parlantes, que dan vueltas y vueltas, soltando una creativa o tal vez simplona canción de campaña, cuya letra ha sido adaptada a la música de algún grupo chichero o cumbiambero. Y los oídos pagan pato. Y la tranquilidad también.

El parque principal, ni hablar. Uno ya no puede acercarse. Los locales de los partidos se han ubicado estratégicamente allí y producen un sonido de los mil demonios que, creo, ni siquiera los seguidores aceptarían, de ser sólo uno de los otros el que los emita. No entiendo, de verdad, cómo los vecinos del parque del pueblo en donde vivo, pueden amanecer tranquilos. Menos, cómo pueden anochecer tranquilos. Está probado que, en cuestión de sonidos, nuestro cerebro tiene la habilidad evolutiva para suprimir los ruidos de fondo que no nos interesan. Pero, aquí, no creo que eso sirva. Ocho horas diarias de exposición sonora a más de noventa decibeles, bastan para poner en peligro la capacidad de oír. Según la Organización Mundial de la Salud, después del smog de las fábricas, los autos y los equipos de calefacción, lo que más nos enferma en las ciudades es el ruido.

Por último, acostumbrado a ver y oír noticias diarias, ahora los espacios periodísticos de las radioemisoras de pueblo inundan el éter de propaganda electoral, con los mismos spots callejeros. Es más, priman los dimes y diretes de uno que otro candidato en contra de sus adversarios. Todo, con la complacencia del comunicador radial que se supone debería orientar el debate.

Gracias a Dios, ya viene el 5 de octubre. Se terminarán las campañas y con ellas la contaminación visual y auditiva. Mas, ¿volveremos a la “normalidad” de las mototaxis con sus parlantes, las combis con sus cláxons, las cornetas de los panaderos; y, en fin…? O, como lo hace Vasco Pimentel, un director de sonido que le ha puesto música a más de cien grandes películas, ha dejado de frecuentar amigos porque hablaban casi a gritos; o ha dejado de acudir a un café porque le aturde el bullicio.

Este es el pueblo chico en el que vivo. Un infierno grande, por el momento. ¿Habrá alguna autoridad que ponga orden a todo esto?

* Tomado de la columna CUESTIÓN DE DÍAZ, del Semanario Expresión, de Chiclayo.


Escrito por

Larcery Díaz Suárez

Periodista, escritor, poeta. Docente universitario de Ciencias de la Comunicación.


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