"Iguala no es el Estado mexicano". Estas palabras fueron pronunciadas (con énfasis, casi con furia) el viernes pasado por el Procurador General de la República Mexicana, Jesús Murillo Karam, al final de la conferencia de prensa en la que presentó la versión oficial sobre lo ocurrido con los 43 estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa, Guerrero, desaparecidos desde el 26 de septiembre. Fue durante la rueda de preguntas con periodistas que a todas luces desconfiaban de su relato y persistían en hacerle cuestionamientos incómodos, y que terminó con una frase que, aunque salida de la boca del propio procurador, se ha vuelto un emblema de la protesta civil: "Ya me cansé".
"Iguala no es el Estado mexicano". La frase resume bien la intención y el tono de la conferencia de Murillo Karam, claramente destinada a retomar el control de una narrativa que se les ha ido de las manos a las autoridades del gobierno central, desvincular al ejecutivo federal de lo sucedido y distanciar al mundo oficial de cualquier responsabilidad política.
La necesidad de controlar desde México D. F. el relato de los eventos era ya, 43 días después de la desaparición de los estudiantes, extrema. No sólo por la encendida, sostenida y masiva protesta de la sociedad civil o por las justificadas acusaciones de pasividad e ineficiencia que pesaban (y pesan) sobre el ejecutivo central, sino por la puesta en circulación de versiones que claramente señalan la complicidad directa del ejército y otras fuerzas federales en lo ocurrido.
Es decir, la narrativa de un crimen de estado empezaba a asentarse en la conciencia pública, y Peña Nieto, Murillo Karam y los demás representantes del gobierno federal estaban obligados a revertirla. En ese intento, Murillo fracasó el viernes. Poco han creído su versión de los hechos. Ni los activistas que movilizan las multitudinarias protestas ni los padres de los estudiantes desaparecidos le conceden verosimilitud a las palabras del gobierno, y no han cedido un ápice en sus demandas. La respuesta al Procurador vino prácticamente enseguida desde las calles: "sí fue el Estado".
Y es que el relato hecho por Murillo Karam, con su bien producido video y su aparentemente nítido empaque de los hechos, tiene demasiados agujeros y deja demasiadas preguntas sin respuesta. No aclara, por ejemplo, lo ocurrido al normalista Julio César Mondragón, cuyo cuerpo (con señales de horrenda tortura) había sido identificado ya el 28 de septiembre, tras encontrársele en un lugar distinto al basurero de Colula donde, según el Gobierno, murieron los 43 estudiantes (varios periodistas interrogaron a Murillo Karam sobre esta inconsistencia el viernes, y el Procurador evadió sus preguntas). Tampoco explica por qué el cártel de los Guerreros Unidos puso tal empeño en desaparecer las huellas de su crimen -quemando los restos, triturando los huesos, arrojando las cenizas al rio en bolsas de basura-, algo que no acostumbra a hacer, como atestiguan las muchas otras fosas encontradas en el proceso de buscar a los normalistas de Ayotzinapa (más bien, lo que hacen es lo contrario). No dice nada sobre la confirmada presencia del ejército en la zona, ni sobre las numerosas otras muertes y entierros clandestinos que se le atribuyen. Y así sucesivamente: basta analizar un poco la versión oficial para darse cuenta de que, simplemente, no cuadra.
Pero sobre todo, el intento de deslindar responsabilidades y "limpiar" al gobierno central ignora la telaraña de conexiones entre los poderes locales, entregados como están a la más absoluta colusión con las bandas criminales del narcotráfico, y los aparatos y mecanismos de la política nacional. La política del estado de Guerrero, y la política de municipios como Iguala o Colula, es parte de la política mexicana; es parte de lo que, ya con más resignación que indignación, se llama con frecuencia el "narcoestado".
La versión oficial ignora también, o lo pretende, que la violencia que asola Guerrero y otros estados de Mexico, así como el enraizamiento de los cárteles de la droga y las bandas desprendidas de ellos (Guerreros Unidos es una escisión del más tradicional grupo de la familia Beltrán Leyva, por ejemplo), es el resultado tanto de políticas fallidas del Estado central como de su complicidad con el crimen organizado. Algo que no es ni nuevo ni aislado, sino más bien la realidad cotidiana en la que viven todos los mexicanos. Una realidad que, al menos hasta hoy que la protesta desde la sociedad civil los fuerza a la acción, el mundo oficial y los aparatos del gobierno han visto por años con encallecida indiferencia.
- ¿puede pasar esto en el perú?
Hay algunas diferencias obvias entre la situación de México y la del Perú. Algunas son diferencias de grado: por ejemplo, la guerra de los cárteles mexicanos contra la sociedad tiende a ser -por razones históricas y por la naturaleza de su operación- una guerra de territorios (y una que, por lo demás, vienen ganando). Otras son estructurales: en México, las instituciones gubernativas locales y regionales, como la municipalidad de Iguala o el estado de Guerrero, cuentan con sus propias policías. Es decir, con sus propias fuerzas armadas y sus propias competencias de investigación. Todo ello favorece una integración más directa y fluida de la política y el crimen organizado.
Aún así, es difícil no tener la sensación de que estas distinciones son de modo o de estilo, pero no de fondo, y que lo que se vive en México es un momento más avanzado del mismo proceso, o uno similar, actualmente en marcha en el Perú.
Cómo en México, en el Perú muchas instituciones políticas locales y regionales aparecen cada vez más capturadas por bandas criminales organizadas que utilizan fondos públicos como herramientas de patronazgo, los desvían para beneficio propio, y establecen estructuras de corrupción y delincuencia. Como en México, estas redes locales mantienen intensos contactos con la escena política nacional, incluso a los más altos niveles, y encuentran sospechosa protección, cuando es necesario, en los aparatos del estado. Como en México, estas situaciones escandalosas ocurren a vista y paciencia del mundo oficial, que solo entra en acción cuando la narrativa se le sale de las manos y se le hace imposible barrer el dolo bajo la alfombra.
Como en el Perú, el estado de Guerrero es el escenario de una larga historia de conflictos sociales, protestas y violencia política, incluyendo una insurrección armada y su sangrienta represión, cuya memoria continúa siendo problemática para la sociedad. Como en el Perú, en Guerrero en particular y en México en general la tendencia a militarizar los conflictos sociales tiene como consecuencia la criminalización de la protesta; hay que recordar que a los normalistas de Ayotzinapa los mataron "por revoltosos", no por su participación en el crimen organizado, y que en el origen de su trágica muerte está el deseo de una autoridad electa (y corrupta) de contener sus manifestaciones "antisistema", reales o percibidas.
Y aún más. La afirmación del Procurador General de México con la que iniciamos esta nota, Iguala no es el Estado mexicano, sugiere, y no casualmente, la extraterritorialidad de una porción del país, su existencia fuera del México que quienes enuncian la situación en esos términos perciben como suyo. Es dolorosamente verosímil imaginar lo mismo dicho desde Lima. Áncash no es el gobierno peruano.
Y el corolario de esta visión de las cosas debe ser obvio: si Iguala no es parte del Estado Mexicano, los Igualtecos, o los estudiantes de Ayotzinapa, no son ciudadanos plenos de ese estado; están, en alguna medida, fuera del alcance de sus garantías y sus protecciones. Y, nuevamente, es muy fácil imaginar lo mismo dicho entre nosotros. De hecho, lo escuchamos con frecuencia, articulado de modos más o menos eufemísticos, y lo vemos en la práctica todos los días. Hay peruanos a los que el Estado no responde. Hay peruanos con respecto a los cuales el Estado está en contraposición. Hay peruanos que son menos peruanos que otros.
Las condiciones, pues, están dadas para que tanto la enfermedad colectiva de la corrupción y el crimen organizado, como la criminalización de la protesta y la indiferencia oficial por la vida y la seguridad de los ciudadanos, lleven al Perú a una situación como la que se vive en México. Hay días en los que parece únicamente una cuestión de tiempo.
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