#ElPerúQueQueremos

El confundido

Cuentito ligeramente ribeyriano y buzzatiano

Publicado: 2015-06-11

Cuando Inocencio trasladó a la puerta sus cuarentaiocho años, su calva, su barba, sus lentes y la blanda pancita imposible ya de reducir, sabía perfectamente que su vida era muy simple: se trataba de dictar clases y pasear solitario por el malecón. Nada interrumpiría ese orden hasta que comenzaron las cosas raras.  

Un señor gordo enfundado en un terno gris vino hacia él con el rostro congestionado.

- ¿Para esto te pago, sopedazo de inútil?

Dijo blandiendo un diario.

- ¿Qué clase de artículo es este? ¿Dónde está la opinión? ¿Dónde el respeto por la línea editorial? ¿Te lo tengo que repetir? ¡Somos un diario serio! ¡Un diario que promueve el orden! No un pasquín izquierdista cualquiera. Pasa inmediatamente por mi oficina, allí estarán tu liquidación y tus cosas esperándote.

Terminó de gritar al tirarle el diario en la cara. Inocencio no tenía idea de quién sería el monumental personaje cuya espalda veía alejarse con movimientos bruscos que hacían temblar las carnes flácidas debajo del traje. Para calmarse encendió un cigarrillo y comenzó a caminar hacia la universidad, cuando vio otro hombre que se acercaba con los brazos abiertos. Se trataba de un “walker”, uno de esos tipos de mediana edad que caminan en las mañanas levantando los brazos con la obsesión de prevenir un infarto, por eso se quedó perplejo cuando le dijo sonriendo “Alberto” y le dio un abrazo de hermano, de deudo, de hombre profundamente conmovido, un abrazo que lo dejó inmóvil mirando a los costados no vaya a ser que se malinterprete.

- Te felicito, extraordinaria obra… extraordinaria…

- Gracias

Atinó a responder Inocencio mientras el walker le mojaba con sus lágrimas el hombro hasta que después de limpiarse la nariz con la manga, retomó su caminata aeróbica colocándose unos pequeños audífonos. No terminaba de salir de su perplejidad cuando una rubia de gigantesca belleza, una de esas mujeres que dan miedo de lo bonitas, detuvo su minicooper y con un escueto “sube” tuvo a su lado a Inocencio preguntándose porqué estaba ahora sentado al lado de semejante escultura y oliendo ese perfume que lo emborrachaba con sus matices de infancia materna y adolescencia nerviosa.

- Tú tenías toda la razón, el problema viene de mi relación con papá. Vivo buscando esa seguridad que él me daba con sus caricias en cada hombre que se rinde a mis pies, pero una vez conquistado me aburre, me harta con sus exigencias, me asfixia con ese cariño servil que nada tiene que ver con el que me daba papá ¿Eso fue lo que dijiste no? Bueno, no así claro, tú lo dices todo con serenidad, con bondad, sin pretender conseguir nada. Tú eres el único que me comprende, tal vez el único amigo que tengo. Todos los hombres se me acercan para conseguir algo, bueno ni siquiera algo en general, lo que quieren es sexo, agarrarme, fanfarronear con otros como si yo fuera un trofeo. Es lo malo de ser bonita y saberlo, una tiene mucho poder pero no sirve para nada porque nadie la quiere a una. En cambio tú… mira Lucho, ya no quiero pagarte para que me atiendas, quiero dártelo todo, todo lo que soy. 

Detuvo el auto y comenzó a mirarlo fijamente mientras se desabrochaba los botones de la blusa dejando ver un pecho perfecto cubierto por una lencería que Inocencio recordaba vagamente haber visto en uno de esos folletos desubicados que alguna tienda por departamentos dejaba insistentemente por debajo de su puerta. Inocencio hacía honor a su nombre pero la naturaleza tiene sus propias urgencias. Sin embargo cuando sus pasiones ya desorientaban su débil voluntad y se había decidido a palpar la delicada tela de la lencería, sonó el celular de la bella. 

- No molestes, no quiero saber nada contigo… y no me vengas con amenazas que Lucho se sabe defender muy bien, y no te tiene miedo, está justo aquí conmigo en el auto, sí, estamos saliendo… a nadie asustas con tus armas imbécil, ven si quieres…

Todo el vapor de la excitación se disolvió y cuando la joven continuó con sus insinuaciones amorosas, nuestro héroe estaba tan asustado que se quedó inmóvil mirando al vacío como un perfecto cojudo sofocletiano.

- No soy tonta, se que tienes una ética, que jamás te enredarías con una paciente…

Dijo abrochándose la blusa.

- ¿Dónde te dejo?

- En la esquina…

- Gracias por escucharme Lucho, gracias por ser tan bueno y paciente. No vemos el lunes en tu consultorio…

Inocencio bajó y el minicooper arrancó como si le hubieran dado la partida en una carrera. Iba a cruzar la pista cuando una cuatro por cuatro de lunas polarizadas casi lo atropella cerrándole el paso.

- ¿Dónde está?

- Por allá…

Respondió Inocencio a un joven de lentes oscuros y cara de modelo de Vogue.

- Psicología te voy a dar yo, pendejo…

Alcanzó a murmurar arrancando en la misma carrera de la bella. Caminaba Inocencio pensando sobre los eventos que acababan de ocurrir, cuando lo detuvo un grupo de hombres de terno oscuro que con un “acompáñenos” lo subió a una camioneta para ir a un edificio que nunca había visto y encerrarlo en un cuarto con una silla y un enorme espejo detrás del cual los hombres de negro resolvían algo que nunca pudo oír.

- Montón de cojudos ¿No se han dado cuenta de que no es él?

- Pero jefe, se ajusta totalmente al identikit…

- “Identikit, identikit”, imbécil. Déjenlo ir nomás…

“Una confusión señor Gamarra, le pedimos nos disculpe” fue lo último que escuchó Inocencio cuando lo dejaron en el mismo sitio donde lo habían recogido. Eran las siete de la noche, sus clases habían sido suspendidas, cosa que no había ocurrido en veinte años. Se sacó los lentes y regresó tratando de no cruzarse con nadie más. Y en verdad, sin lentes nadie lo confundiría jamás, pero el pobre Inocencio no veía gran cosa. Quedó así sumido en una aporía: ser confundido por la mirada de los demás o confundirse por no mirar.


Escrito por

José Manuel Rodríguez Canales

Soy profe de teologías. Hice muchas cosas, RPP entre ellas. Hago teatro. Como manda Jesús, amo a la gente, buena o mala, el amor no separa.


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