2011, el año de la distopía periodística: un balance
Por Ricardo León (@erreleon) y Óscar Soto (@yog_sototh)
1. Tanta tinta tonta.
En las páginas del semanario ‘Hildebrandt en sus trece’, la reportera Rebeca Diz comentó hace poco que, curioseando por Google, encontró que la frase “Rosario Ponce asesina” arrojaba 838.000 resultados de búsqueda, frente a los 428.000 de “Rosario Ponce culpable” y los 4.930 de “Rosario Ponce ninfómana”. Los tres adjetivos nacieron de una misma cadena de degeneraciones: la de los –varios, decenas- de periodistas y medios que cubrieron como les dio la gana el caso de la desaparición de Ciro Castillo en el Colca, y la de los lectores y televidentes (porque Google no tiene la culpa, es obvio). La retroalimentación más perversa posible. Esos tres adjetivos, así posicionados, serían una señal de éxito para algunos periodistas. Lo hiciste, vendiste. Ganaste. No toque su televisor.
Se tocó fondo, lo tocaron todos, lo tocamos todos: tú como periodista, tú como consumidor de noticias. El poder y los zombies; compáralo como quieras. Como diría Jacqueline Fowks, en un post titulado “Entre los medios y las visiones propias del virreinato”:
Esto nos lleva a una discusión de hace más de once años, cuando por primera vez veíamos el alto rating de los programas de Laura Bozzo (…) Es casi la sinrazón del huevo o la gallina: ¿cómo empezar: dar lo que el público pide, ofrecer lo que asegura visitas fáciles, colocar ‘hard news’ en lugares visibles y no sólo las soft news o infoentretenimiento?
¿Te acuerdas? Si quieren caca hay que darles caca.
Pero no nos referiremos aquí solo a la cobertura del caso Ciro Castillo, porque la degeneración la hubo en varios otros niveles. Ha sido un largo año, sí. Y pesado. Un año en el que la conciencia de mediocridad, o de poco profesionalismo que era innegable en ciertos niveles, tomó un rol más bien propositivo. Podemos interpretarlo a partir del desgaste posterior a las durísimas campañas municipales y presidenciales donde, dicho sea de paso, no quedamos muy bien parados, y donde toda la maquinaria de prensa se entregó, disimulando mal, a uno u otro candidato -lee este informe de Santiago Pedraglio y por lo menos indígnate-, y donde en algunos casos el nombre y el apellido y el buen rating se convirtieron en vientres de alquiler. Pero podemos también no justificarlo y asumirlo, más bien, en su real magnitud. “¿Acaso los periodistas desprecian su oficio?”, preguntaba alguien hace poco. No hubo respuesta.
Escribía César Hildebrandt en una reciente columna:
Será la sociedad, entonces, la que deberá exigirle a la prensa que ayer le servía que vuelva a sus orígenes, a sus deberes intrínsecos. La gran prensa ha roto su pacto con el interés público y se ha sometido a las exigencias homogenizadoras del sistema (...) Serán los consumidores los que tengan que decirle a la prensa el tamaño de sus omisiones.
Es eso, o quedarnos relamiéndonos en esta incómoda posición en la que la página de tu periódico es la asesina, tu radio es la culpable y la pantalla de tu televisor es la ninfómana.
2. El periodista indeseable.
Así se le conoce al alemán Günter Wallraff: ‘el periodista indeseable’. Y así se titula también el libro suyo en el que recoge los mejores reportajes de investigación que realizó. Sus métodos son cuestionables: se hizo pasar por obrero, por un dirigente neonazi o por un empresario católico para desenmascarar a las grandes corporaciones. Del mismo modo, se hizo pasar por Hans Esser, un joven e inexperto periodista que quería ser contratado en Bild, el prototipo de prensa amarilla en su país, y revelar, en un largo reportaje titulado “La noticia en primera plana. El hombre que fue en Bild Hans Esser”, cómo funcionaba esta máquina de mentiras muy bien vendidas y muy bien compradas.
Escribió Wallraff:
Los mercaderes de sueños, los redactores, acaban por creerse ellos mismos sus propias historias. Suele suceder que todavía siguen cautivados por sus artículos cuando los leen al día siguiente en el diario, al fin impresos. Solo toman conciencia de su propia existencia a partir del momento en que algo está escrito, en letras de molde, en el papel. Yo estoy en el diario, luego existo.
Hay otro tipo de periodistas indeseables. Patricia Montero es una periodista, indeseable, lo mismo que Rosa María Palacios. Laura Puertas, Hugo Coya, Josefina Towsend y acaso Raúl Tola son también periodistas indeseables. Es decir, indeseables en tanto que inmanejables, difícilmente dirigibles, incómodos al poder. ¿A qué dueño de un conglomerado periodístico le interesaría contar con periodistas así?
O más bien, como se preguntó hace poco en una columna Rosa María Palacios, ¿quién quiere hacer periodismo?:
Mi conclusión es simple. Los miembros del Directorio del grupo El Comercio y de América TV no quieren hacer periodismo. Punto. El sector de la familia Miró Quesada que desplazó a los primos, Alejo y Bernardo, no está interesado en lo que fue el tradicional corazón del negocio familiar. Hacer periodismo es un negocio mal pagado, pesadísimo, generador de broncas con todo el mundo, desde políticos, gobiernos, empresas y, por supuesto, parientes, amigos y hasta vecinos que reclaman y reclamarán siempre. Puedes perder tu empresa, tu familia y hasta tu vida. Puedes acabar preso, golpeado, deportado o autoexiliado. ¿Quién quiere esa vida? Lo que padecieron los abuelos, ¿por qué buscárselo uno?
La crisis de la prensa no es, pues, solo de contenido.
3. Perdidos (todos) en el Colca.
La distopía es la utopía perversa, la utopía al revés, el peor escenario imaginable. Jeunet y Caro hacen películas distópicas y Bradbury escribió “Farenheit 451” desde la distopía perfecta, así como hay críticos que colocan a “La naranja mecánica” como la cumbre del cine distópico.
Este año, la distopía periodística local tuvo su primer pico el 13 de abril, cuando un equipo de rescatistas encontró a Rosario Ponce perdida y deshidratada. A partir de entonces, hasta hoy, hasta mañana, hasta no se sabe cuándo, todos los códigos profesionales se rompieron y se siguen rompiendo en tiempo real. Una periodista de “Panorama” viajando al Colca para ¿reconstruir? las penurias que atravesó Rosario, durmiendo en la puna y arriesgándose en vano para que el asunto parezca lo más realista posible; o las pantallas de “Punto final” emitiendo imágenes privadas de Rosario Ponce captadas desde una cámara Gesell en una de las pericias policiales; o la portada de La República en la que aparece, en primer plano, el cuerpo de Ciro Castillo tal como fue encontrado (imagen que había sido presentada antes por América TV en un noticiero); o Perú.21 y una seguidilla de portadas con textos como “Por fin habló”, “Se quebró”, “Mentirosa”, “Estaba vivo”, “¿Ubicaron a Ciro?”, “Los cinco días perdidos”, “Pudo haber fugado”, “Sacan a Fiscal”, “Ciro, sé hombre y sal”.
Todo mal. Todos mal. La distopía recién empezaba.
Dijo un día Borges:
Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
Y Ernesto Sábato le respondió:
Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: "El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América". Título a ocho columnas.
Pero lo nuestro es una distopía y en la distopía las soluciones son abstractas, si es que las hay. Y entonces aparece Rolando Arellano y crea una cosa llamada “Yo quiero buenas noticias”, con página web y todo. Y entonces tenemos que el 6 de enero –con eso de los Reyes Magos- los adeptos a esta idea esperan solo noticias positivas. Y entonces tenemos que la iniciativa ya tiene (al cierre de este post) alrededor de dos mil seguidores.
Y entonces tenemos que aquellos consumidores de información quieren solo enterarse de alguna proeza deportiva o de notas gastronómicas o de notas que no les hagan pensar. No denuncies, no alarmes, no molestes.
Y entonces tenemos que “Yo quiero solo buenas noticias” es como la distopía de la distopía: una tautología. Pero dejando la lógica a un lado, ¿por qué no pides, mejor, buenos periodistas?
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