El conflicto no es un juego de palabras, por Javier Torres
En recientes declaraciones a la prensa, el jefe de la Oficina Nacional de Diálogo y Sostenibilidad (ONDS) de la PCM, Vladimiro Huaroc, ha señalado que los conflictos del presente año “estarán marcados por el inicio del proceso electoral regional y municipal”, y a renglón seguido, que buscará dialogar con la ONPE y el JNE para que los candidatos “no usen como bandera electoral los conflictos”.
Sin duda, como experimentado político regional, Huaroc sabe que en las campañas electorales los candidatos toman posición frente a los conflictos, no solo porque les convenga o no, sino porque justamente dichos temas son parte de la agenda regional y local, y no pueden ser dejados de lado. Así, por ejemplo, en el proceso del año 2010, en Puno, todos los candidatos tuvieron que asumir una posición frente a la hidroeléctrica del Inambari. Y en 2014 todos los aspirantes a la presidencia de la región Cajamarca deberán tener una postura frente al proyecto Conga, lo cual no tiene nada de malo, ya que justamente aquello que no logró resolver el gobierno nacional lo tendrán que resolver los propios ciudadanos en las urnas.
Pero el “alto comisionado” de la ONDS no solo está preocupado por las elecciones, sino por crear un nuevo sentido común a lo que se entiende por “conflicto”, buscando restringir al máximo su uso. Y por ello en la nueva metodología de seguimiento de conflictos que todos podemos encontrar en el informe Willaqniki, se ha optado por dejar de llamar a las cosas por su nombre y así satisfacer a quienes andan preocupados por el alto número de conflictos que registra el informe mensual de la Defensoría del Pueblo sobre el tema.
El ejercicio es tan simple y poco elegante que lo que antes se llamaba conflicto ahora tiene tres nombres, que en realidad son parte de lo que podríamos llamar el desarrollo de un conflicto. Así, según la ONDS, tenemos: diferencias, controversias y conflictos. La diferencia es un “conflicto de juicio u opinión (…) que ocurre cuando una de las partes considera que la(s) otra(s) ha(n) llegado a conclusiones equivocadas sobre hechos reales”, mientras que la controversia sería la “oposición de intereses o posiciones acerca de un hecho, una acción o decisión”, y el conflicto se reduce a un “proceso social dinámico en el que dos o más partes interdependientes perciben que sus intereses se contraponen (…), adoptando acciones que pueden constituir una amenaza a la gobernabilidad y/o el orden público”.
¿Tiene sentido esta clasificación, sobre todo cuando uno de los significados de la palabra diferencia es “controversia, disensión u oposición de dos o más personas entre sí”, y que la definición de la palabra controversia es “discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas”? ¿O será que la ONDS tiene un equipo de expertos que podrá establecer cuándo estamos ante una diferencia o una controversia?
Pero quizás no haya que preocuparse tanto, ya que la falta de rigor en el informe se pone en evidencia cuando uno intenta seguir la lógica de la oficina dirigida por Vladimiro Huaroc y se pregunta: ¿Por qué si en un buen número de los 64 conflictos sociales (contabilizados para diciembre) no se registran acciones que sean una amenaza para la gobernabilidad y el orden público, siguen apareciendo definidos como tales en el segundo informe Willaqniki? Eso ocurre con casos emblemáticos como Tía María, Tintaya o Quellaveco, que, siguiendo la lógica y las definiciones de la ONDS, deberían haberse convertido en controversias o desaparecido de la lista inclusive.
Jugar con el significado de las palabras y de los conceptos puede ser un ejercicio lúdico, pero, tratándose de la conflictividad social de nuestro país, sería mucho mejor que el asunto se trate con mayor rigurosidad, ya que, como dice el mismo informe, “más importante que el número de conflictos es la capacidad del Estado para gestionarlos”, y para eso hay que hacer diagnósticos más precisos
Fuente: Diario 16
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"Nosotros somos como la higuerilla"
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